Miedo como de agua fría en la médula. Se rompió la nariz y entrará al quirófano en horas. Mi hija practica futbol desde hace más de una década. Es mediocampista, goleadora de las que “dejan la piel en cada partido”, dice Alfredo. Lo es. Bueno, pues su carácter combativo hoy la dejó fuera de juego.
No me inquieta la cirugía. En cambio, la anestesia general me aterra. Ya sé, ella es joven y fuerte, todo va a salir bien, repito, pero nada diluye el miedo. Nunca antes la han operado. Me asomo al precipicio del “y si…”. Preferiría llevar hoy la bata azul de sanatorio.
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Ya estamos en casa. Aunque su novio la consiente y la anima, mi hija lleva horas de sentirse mal, con taladros en la nariz, el paladar, la cabeza, los dientes. Se enfrenta a un dolor físico alto. Tal vez la acobarda constatar esa capacidad del cuerpo para albergar estridencia.
Más tarde tiene hinchados los ojos, no ve bien, así que le doy de cenar en la boca. Me descuaja recordar cuando era bebé. Cómo el asombro de irla descubriendo “llenaba de almíbar el aire”, escribe la argentina Gabriela Bejerman. Cuidarla tiene el ángulo muy gratificante de saberme protectora, incluso necesaria ahora mismo. Ofrezco las manos. Me maravilla que consigan aliviar un poco a mi “gota de miel rubia”, añade Bejerman. Sigo acariciando el hueco de su clavícula. Le masajeo los pies, para ahuyentarle fríos.
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Pienso en el ejercicio de cuidar. Se dice que las mujeres nacemos con un gen que nos habilita para hacernos cargo de menores de edad, personas discapacitadas, ancianos. Con esa excusa, un sinfín de señores presume la impunidad social y se escuda tras ella. Si en la familia alguien enferma es normal que la madre, abuela o hija con un trabajo remunerado pula acrobacias entre la exigencia del hogar, la del empleo y la de ver por el paciente. Todo, en detrimento del tiempo propio o de la salud. Encima, con frecuencia carga una losa de culpa, por no esforzarse más. Perpetuado por los hombres a su conveniencia, el discurso social señala que ella nunca se cansa. Eso le toca.
Si bien cuento como un privilegio mayor atender a mi hija y ser capaz de solventar los gastos para su bienestar, me crispa la irresponsabilidad masculina.
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Cuatro de la mañana. Me despertó porque tiembla y suda. Es febrícula. Ahora ya no tengo miedo, pero su avería me deja seca la garganta. Bien o mal, hago cuanto puedo: refrescarla, dar analgésicos a su hora, dedicarle pequeñas ternuras y estar presente. Ser presencia.
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El dolor se despide lento de su cuerpo. Cada vez parece un poco más ella. Estos días reconfirman que una parte de mi hija se le cayó cuando crecía, enadentrada en mí. Aquí sigue pulsando.