“No hay criatura más execrable que un hombre que traiciona a su patria.”
Cicerón
Las órdenes de arresto contra presidentes en funciones son tan excepcionales como explosivas. La historia reciente registra pocos casos: en 2009, la Corte Penal Internacional acusó a Omar al-Bashir, de Sudán, por crímenes de guerra; en 2023, la justicia francesa emitió una orden contra Bashar al-Assad por ataques químicos; en 2025, fiscales surcoreanos intentaron detener a Yoon Suk-yeol por declarar ilegalmente la ley marcial.

Cónclave para el regalo de Alito
También hubo episodios abruptos, como el arresto de Manuel Zelaya en Honduras (2009) o de Sheikh Mujibur Rahman en Pakistán (1971). En la mayoría, la orden no se ejecutó de inmediato: sólo Zelaya y Mujibur fueron efectivamente detenidos, mientras que los demás permanecieron en el poder, amparados por su control interno o por alianzas internacionales.
A esa breve pero tensa lista se suma ahora Venezuela, aunque por una vía distinta: Estados Unidos no ha emitido una orden judicial internacional, sino que ha elevado a 50 millones de dólares la recompensa por información que conduzca al arresto de Nicolás Maduro, acusado de narcotráfico y terrorismo. La medida —anunciada por la fiscal general Pam Bondi— lo vincula con el Cártel de Sinaloa y el Tren de Aragua, y se suma a decomisos millonarios de bienes y drogas ligados a su entorno. Caracas respondió con furia: el canciller Yván Gil la tildó de “operación de propaganda” y “cortina de humo ridícula”, denunciando una injerencia violenta en la soberanía. No es una orden de captura en sentido estricto, pero sí un golpe calculado a la legitimidad internacional de un presidente en funciones.
Más que localizar a Maduro —cuyo paradero en el Palacio de Miraflores no es ningún misterio—, la recompensa parece apuntar a otro objetivo: sembrar la sospecha y tentar a su círculo más cercano. En la lógica de las operaciones encubiertas, el dinero actúa como catalizador de traiciones, capaz de fracturar lealtades que la represión o la ideología habían mantenido intactas. La apuesta de Washington no es geográfica sino psicológica: debilitar el muro de confianza que sostiene a un presidente asediado por sanciones, aislamiento diplomático y acusaciones penales. En este tablero, la moneda no es la captura, sino la duda que corroe desde dentro.
La traición siempre tiene un precio, pero nunca un dueño: quien la compra cree controlarla, y quien la vende nunca recupera lo que pierde. Como advirtió Maquiavelo, el traidor es útil una vez y despreciable siempre. En política, ese es el verdadero riesgo: que el golpe no lo dé el enemigo, sino la mano que ayer juraba lealtad.
Porque la traición a la patria no ocurre sólo en manos extranjeras: germina cuando, desde dentro, se quiebra la ley que debía sostenerla. Borges escribió que el traidor y el héroe a veces se confunden. Quizá por eso la pregunta que nos queda sea: ¿es redención entregar a un traidor o sólo otra forma de traición?

