Se avecinan tiempos complejos. La instalación de la Comisión de Reforma Electoral del Ejecutivo se ha presentado como un paso decisivo para “fortalecer la democracia” y “modernizar” el sistema político.
Sin embargo, más allá de la retórica oficial, la iniciativa despierta serias dudas sobre su pertinencia, su oportunidad y, sobre todo, su verdadera intención.
En México, las reformas electorales han sido históricamente producto de exigencias de la oposición y de la sociedad civil para mejorar la representatividad, garantizar condiciones de competencia más equitativas o establecer mayores controles que salvaguarden la integridad de los comicios. En países como Panamá, por ejemplo, se realiza una evaluación posterior a cada elección para introducir ajustes puntuales. Por su parte, los cambios de régimen suelen ir acompañados de nuevas reglas político-electorales. El proceso actual parece más cercano a este último supuesto, con una diferencia clave: no existe un mandato popular que respalde una modificación de tal profundidad. Apunto uno de una amplia gama de temas.

Nuevo Consejo Presidencial
Hasta ahora, el sistema electoral mexicano ha buscado que la integración de las cámaras del Congreso Federal refleje la diversidad de opiniones y corrientes políticas presentes en la sociedad. El objetivo ha sido asegurar que la pluralidad ciudadana se vea representada de manera proporcional, por encima de la lógica de generar mayorías artificiales derivadas de sistemas estrictamente mayoritarios. Se han adelantado posibles propuestas para reducir o eliminar el componente proporcional en la integración del Congreso federal. Alterar ese equilibrio no sólo distorsionaría la representación, sino que también reduciría la capacidad del Congreso para funcionar como contrapeso efectivo del Poder Ejecutivo.
Además, parece haber un error de cálculo político. Incrementar el componente mayoritario en el sistema electoral puede dar ventajas inmediatas, pero el humor social es volátil y, en una democracia auténtica, las mayorías nunca son eternas. Ni la entrega de apoyos gubernamentales ni la movilización mediante estructuras como los “siervos de la nación” garantizan victorias permanentes. El caso de Venezuela en 2024 es una advertencia clara: el gobierno de ese país asumió que el control del proceso y la intervención directa del Ejecutivo serían suficientes para imponerse en las urnas. Al no lograrlo, optó por manipular los resultados, sustituyendo votos reales por cifras fabricadas, destruyendo así cualquier rastro de legitimidad. Un sistema electoral que produce mayorías artificiales es un arma de doble filo.
La democracia mexicana no puede permitirse transitar ese camino. Cambiar las reglas del juego para obtener beneficios políticos coyunturales erosiona la confianza ciudadana y pone en riesgo el frágil equilibrio institucional que ha costado décadas construir.
Las reformas electorales deben surgir del consenso, servir a todos y fortalecer el sistema para el futuro. Por ello, resulta oportuna la convocatoria de una docena de organizaciones —en particular el IETD— a alzar la voz y construir una corriente de opinión capaz de ofrecer argumentos sólidos frente a la iniciativa del Ejecutivo. Se trata de impedir que, de manera unilateral, se pretenda alterar las reglas del régimen político, con las graves consecuencias que ello acarrearía para la estabilidad democrática y la legitimidad. El riesgo no es menor.

