Nadie se despierta un día y descubre: ¡oh, estoy viviendo en una dictadura! El control casi absoluto del poder no se construye en cuestión de días, sino a través de un proceso, a veces rápido, a veces paulatino, dependiendo de cuánta resistencia encuentre.
Durante su primer mandato, Trump, sin experiencia alguna en gobernar o siquiera en política, confió principalmente en una serie de asesores de la vieja guardia republicana. Por eso, fuera de algunos episodios funestos, en particular el ataque al Capitolio después de su derrota, el presidente se comportó más o menos como cualquier otro republicano ambicioso lo habría hecho. De manera legítima y legal, logró dominar la Suprema Corte de Justicia, nominar jueces y, haciendo uso de su plataforma, debilitar a los medios tradicionales.
En cambio, en su segundo mandato, la estrategia de Trump ha sido mucho más agresiva y muchas veces inconstitucional. Su primer paso fue enteramente legítimo y democrático: obtuvo una victoria limpia en la presidencia y en el Congreso. No obstante, rodeado ahora de personajes radicales y oscuros, y ya sin muchas ataduras, su plan no se limita a la toma tradicional del poder, sino que busca dominar o al menos debilitar y silenciar a todos los grupos de poder que pudieran oponérsele.

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Primero se lanzó contra decenas de firmas de abogados, logrando doblegarlas y asegurándose de no tener que enfrentarlas en las cortes. Luego procedió de forma similar con las universidades, públicas y privadas, usando los fondos públicos como herramienta de presión y debilitando gravemente a la academia como fuente de oposición. Cuando los datos no le favorecen (por ejemplo, el último reporte de creación de empleos presentado hace dos semanas) destituye a los directores responsables y coloca en su lugar a charlatanes dispuestos a maquillar la realidad.
Trump también ha emprendido una ofensiva contra las ciudades liberales. En Los Ángeles y Washington D. C., ha movilizado tropas de la Guardia Nacional en un desafío directo a las policías locales y al orden constitucional. La diferencia entre sus dos mandatos se refleja con gran claridad en el caso de las cortes: en lugar de nominar jueces afines, ha optado por ignorar abiertamente sus decisiones, como ocurrió con las órdenes que impedían la deportación de un grupo de venezolanos y de un ciudadano estadounidense inocente que terminó, ilegalmente, en una prisión en El Salvador.
Para consolidar el poder absoluto, Trump entiende que no basta con controlar las instituciones democráticas; es necesario eliminar toda fuente de oposición: universidades, ciudades liberales, firmas de abogados, jueces, medios tradicionales, políticos rivales. La velocidad y la fuerza de su embate han sido de tal magnitud que muchos se preguntan si, esta vez, la democracia estadounidense podrá sobrevivir.

