El próximo lunes 1º de septiembre será un hito en la historia política y jurídica del país. Oficialmente, quedarán atrás tres décadas de una época de impartición de justicia, tras el modelo adoptado en la reforma judicial de 1994, que tantos beneficios generó a México. Este periodo, desde luego, coincide con el proceso de apertura política a partir de consensos que dieron lugar a una embrionaria transición democrática.
En los últimos días presenciamos con coraje y tristeza la conclusión de las actividades de las salas y del pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Observamos momentos y mensajes memorables de una generación de ministros de la Corte que defendieron, hasta donde les fue posible, la autonomía del Poder Judicial, e hicieron valer y aplicar la Constitución como les correspondía: como contrapeso de la voracidad sin límites y sin ley a la que es tan proclive el actual poder político. Quedan, pues, para la historia las intervenciones de Norma Piña Hernández, Javier Laynez Potisek, Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena, Margarita Ríos Farjat y Juan Luis González Alcántara Carrancá, y otros que, como José Ramón Cossío, concluyeron previamente su encargo; así como las históricas sentencias emitidas durante esta época, en la que se consignó una progresión de derechos en beneficio de la ciudadanía, acorde con una pluralidad política de una democracia constitucional y liberal.
Con el reciente fallo emitido por la tradicional —pétrea y obsequiosa— mayoría de tres magistrados de la Sala Superior del Tribunal Electoral, que desestimó el operativo acordeón (entre otras irregularidades presentadas en la farsa electoral judicial) como mecanismo de inducción del voto, quedó pavimentado el camino para la toma de protesta de la nueva integración de la Suprema Corte, el Tribunal de Disciplina Judicial y el propio Tribunal Electoral, así como diversos tribunales de circuito y juzgados de distrito.

Parece que Yunes y Cortés ya se traían ganas
Así, nuestro país echa por la borda la experiencia y el aprendizaje técnico-jurídico de todas las personas juzgadoras que fueron removidas de sus cargos por el capricho de la reforma judicial. Se presenta un enorme desafío para el funcionamiento de los tribunales colegiados y juzgados de distrito, integrados, a partir de septiembre, de forma dual: por un lado, con quienes se quedaron y que son producto de la carrera judicial, y, por el otro, los nuevos, que fueron electos gracias a la inclusión de sus nombres en los acordeones.
Para unos y otros, los incentivos en la oscura época que se avecina son evidentes: esperar a que les den línea política para resolver en determinado sentido y de ninguna manera en contra de intereses gubernamentales. Y para quien ose salirse del nuevo canon, ahí está el Tribunal de Disciplina Judicial para corregir cualquier audacia. Por obvias razones, vendrá una era de creación del derecho con distintos criterios e interpretaciones, dado el nuevo perfil de las personas juzgadoras.
Finalmente, presenciaremos un triste y lamentable espectáculo el 1º de septiembre, según lo que ha trascendido en la agenda para ese día, con una serie de eventos y rituales disfrazados de evocaciones al “pueblo” y a los pueblos originarios. Un amasijo de actos y símbolos en los que atestiguaremos la claudicación de la cabeza del Poder Judicial —que se suma a las mayorías oficialistas del Legislativo— en la defensa de la Constitución, de la separación de poderes y de los contrapesos entre ellos. Un hito más, pues, en el avance de la consolidación de un nuevo régimen hegemónico populista, en sustitución de un proyecto de democracia constitucional pluralista y liberal.

