Hace unos días, en medio del avance militar israelí y la hambruna que han desatado en Gaza, destacó una noticia adicional sobre las acciones de Israel: la eliminación de 12 altos funcionarios hutíes —entre ellos el primer ministro Ahmad Ghaleb al-Rahawi—, en un ataque que representa un quiebre en las reglas no escritas del conflicto regional. El asesinato directo de ese nivel de liderazgo no es algo que se vea comúnmente en guerras convencionales.
Los hutíes son parte de un entramado estratégico más amplio en la región, formando un triángulo entre Isreal e Irán, además de que están a un lado del estrecho de Mandeb, el punto de entrada del mar Rojo para poder cruzar a Europa y por donde pasa una cuarta parte del comercio marítimo mundial. Históricamente, Irán ha sido padrino del movimiento rebelde hutí, al menos desde 2009, cuando comenzaron a recibir entrenamiento, armas y sistemas de drones. Después de un golpe de Estado en 2014, asumieron el poder de una región completa de Yemen, desde donde asumieron su rol como parte del “eje de resistencia” con el que Irán presionaba a Israel junto con Hezbollah y Hamas, lanzando ataques de manera recurrente.
Yemen es el eslabón menos conocido de esa red de fuerzas que eran apoyadas por Irán, con grupos armados en Gaza y en Líbano. Esa red ha servido durante décadas como una forma de presión indirecta contra Israel. En el lenguaje académico se le llama “proxies”: milicias que funcionan como extensión de un Estado, pero sin ser un ejército formal. Eso les da flexibilidad, pero también vuelve más difusas las fronteras entre guerra y terrorismo. Israel está aprovechando que otras líneas se están desdibujando para deshacerse de sus enemigos.

¿Y si en la propia 4T frenan la electoral?
Que un país elimine con precisión a un dirigente extranjero muestra hasta dónde se están moviendo las cadenas de cómo un país ejerce el poder fuera de sus fronteras. No se trata sólo de un episodio militar, sino de un mensaje: en este escenario, los líderes ya no están protegidos por el peso simbólico de su cargo. El cálculo es simple y brutal: si alguien amenaza, se le elimina, aunque esté al frente de un gobierno de facto.
El problema es que esta lógica no se queda en Medio Oriente. Hoy vivimos en un mundo donde las amenazas de violencia entre países han vuelto más plausibles. En días recientes, Estados Unidos hizo un gesto parecido, mientras avanza en su discurso de atacar a los grupos criminales que cataloga como terroristas, incluso si eso implica golpear fuera de su territorio. Una lancha bombardeada en aguas internacionales y cuya grabación se difundió ampliamente en los medios como estrategia de propaganda fue la demostración de que las líneas que separaban la cooperación de la imposición unilateral están más borrosas que nunca.
La consecuencia es clara: en el desmantelamiento de los mecanismos e instituciones de cooperación, lo que impera es la ley del más fuerte. Eso significa más espacio para decisiones súbitas, golpes de fuerza y acciones sin mediación de instituciones. El asesinato de un primer ministro en Yemen y las amenazas globales de ataques contra criminales son parte de un mismo paisaje: el de un mundo donde el orden colectivo se desmorona y la violencia gana terreno.

