Donald Trump anunció el lunes pasado que otro barco venezolano había sido atacado y destruido por fuerzas estadounidenses en alta mar. Tres personas murieron en la operación. La Casa Blanca lo presentó como un triunfo en la guerra contra el narcotráfico. Pero, vistos desde los tratados internacionales, estos hechos no son una victoria sino una violación de normas fundamentales.
El artículo 6 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP) consagra el derecho a la vida y prohíbe de forma absoluta las privaciones arbitrarias. El Comité de Derechos Humanos ha subrayado que la fuerza letal sólo es legítima si es estrictamente necesaria y proporcional para enfrentar una amenaza inminente. Un barco sospechoso de narcotráfico, sin pruebas públicas ni ataque en curso, no cumple esas condiciones.
Más aún: el artículo 14 del PIDCP garantiza a toda persona acusada de un delito el derecho a ser oída por un tribunal competente. Hundir un barco y matar a sus tripulantes equivale a negar ese derecho básico. Es justicia sumaria, no Estado de derecho.

Góbers felices en el sorteo
La jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos recuerda que, cuando un Estado ejerce control efectivo fuera de su territorio, sus obligaciones de derechos humanos lo acompañan. Estados Unidos no puede alegar que, por encontrarse en aguas internacionales, su actuación queda fuera de la ley. Al hundir el barco, quedó sujeto a los mismos límites que si actuara en su propio suelo.
La Carta de la ONU (art. 2.4) prohíbe el uso de la fuerza contra la integridad de otros Estados, salvo en defensa propia (art. 51) o con autorización del Consejo de Seguridad. Ninguna de estas condiciones está presente. Y la Convención sobre el Derecho del Mar (art. 110) sólo permite detener barcos extranjeros en casos muy acotados —piratería, esclavitud, transmisiones ilícitas—, no hundirlos por sospechas de narcotráfico.
Aquí surge el paralelismo con El Salvador: Nayib Bukele ha encarcelado sin debido proceso a decenas de miles de personas bajo el régimen de excepción. Muchos lo aplauden porque las calles eran ya intransitables. Con Trump, la lógica es similar: aceptar ejecuciones extraterritoriales como precio de combatir el crimen organizado.
En teoría, Venezuela tendría derecho a defender su soberanía y exigir explicaciones. Pero la inexistente legitimidad del narcogobierno de Maduro vuelve imposible respaldar esa ruta. Aún así, mirar hacia otro lado y asumir estos hechos como algo menor o rutinario no construirá la paz que la región necesita.
La pregunta es incómoda pero inevitable: ¿estamos dispuestos a permitir la arbitrariedad judicial y militar con tal de acabar con una patología tan dañina como el crimen organizado? Y cuando la arbitrariedad misma se convierta en la nueva patología —porque sin duda lo será—, ¿cómo vamos a enfrentarla?

