Esta semana, Netanyahu dio un discurso revelador en el que afirmó que Israel se está convirtiendo en Esparta: luchando solo contra todos, aislado económica y militarmente. Una evaluación bastante certera sobre el estado actual del país. Sin embargo, a pesar de lo que parece creer el primer ministro, no tendría por qué ser así. Esta guerra comenzó como una lucha justa. Tras uno de los ataques más sangrientos de la historia moderna, los líderes de Occidente no dudaron en expresar y otorgar su apoyo inmediato. Aquel gran discurso del presidente Biden parece ahora un recuerdo lejano.
Durante más de un año, Estados Unidos y Europa brindaron apoyo militar y diplomático a Israel. Sin embargo, conforme pasaron los meses y una tras otra las negociaciones de cese al fuego fracasaron, quedó claro, tanto para Occidente como para los propios israelíes, que Netanyahu no tiene la más mínima intención de acabar con la guerra. Varios líderes describieron el frágil estado de salud mental de Netanyahu en los días posteriores al 7 de octubre. Bibi, al igual que gran parte del país, estaba convencido de que sus días en el poder estaban contados. Para intentar salvarse, Netanyahu recurrió a una de las máximas políticas que le ha permitido sobrevivir décadas: la memoria del pueblo es corta. Pensó que, cuanto más tiempo pasara antes de las siguientes elecciones, más posibilidades tendría de ganar. El primer ministro inició entonces una campaña en varios frentes: primero para evitar ser derrocado y luego para cambiar la narrativa del 7 de octubre, culpando al ejército de su propio error estratégico.
El gran dolor de cabeza para Netanyahu son los rehenes. No me refiero a cómo liberarlos, sino a cómo evitar un acuerdo que podría provocar la salida de la extrema derecha de su gobierno. A pesar de la creciente presión, la impresionante victoria contra Hezbolá en Líbano, la caída del régimen en Siria y la exitosa operación contra Irán llevaron a Occidente a seguir a su lado. Cuando cientos de misiles y drones salieron desde Teherán, la fuerza militar de Occidente —e incluso de países árabes— acudió en defensa de Israel. Ese fue, tal vez, el momento de quiebre.
Después de la operación, Netanyahu estaba quizá en su punto más fuerte desde el inicio de la guerra. Israel, junto con Estados Unidos, asestó un golpe al programa nuclear iraní y demostró poder. Muchos esperábamos que Netanyahu, con la victoria sobre los hombros, alcanzara un acuerdo en Gaza y convocara a elecciones. El problema fueron las encuestas. El público israelí sabe bien quién es el responsable del 7 de octubre, y los números apenas se movieron.
Netanyahu, esperanzado en que más tiempo pueda favorecerlo, ha decidido continuar la guerra, e incluso parece preferir ir a elecciones sin terminarla. Esto fue demasiado para Europa y, en general, para el mundo entero, excepto tal vez para el presidente Trump. El país está cada vez más aislado en lo militar, lo diplomático y ahora también en lo económico. La presión del público israelí es más fuerte que nunca. Pero quizá, precisamente por estar contra las cuerdas, Netanyahu ha decidido volver a la receta que siempre le ha funcionado: ir hasta las últimas consecuencias, aunque eso signifique haber convertido al país en Esparta.

