Nuestro país nuevamente es presa de una crisis ocasionada por fenómenos naturales, pero agravada por ineficacia, ineptitud y corrupción de autoridades y gobernantes.
El viernes pasado, lluvias torrenciales azotaron diversas entidades, dejando a su paso destrucción y caos, particularmente en los estados de Hidalgo, Puebla, Querétaro, San Luis Potosí y Veracruz. Quienes presenciaron las terribles inundaciones de 1999 en la región de Poza Rica, han comentado que el cauce del río Cazones, nuevamente desbordado, en esta ocasión se situó todavía un par de metros por arriba del nivel registrado en aquel año. De ese tamaño la tragedia.
Si bien, hasta cierto punto, siempre existe un elemento de impredecibilidad en situaciones como ésta, lo cierto es que los gobiernos tienen diversos momentos en los que su buen o mal actuar resultan fundamentales para prevenir afectaciones o, en su caso, mitigar los daños y atender a la población afectada. Es, justo, en este punto, en donde las decisiones que toman y lo que hacen o dejan de hacer —antes o después de la emergencia—, sí les convierte en responsables de las secuelas.
Ya ha trascendido el desdén de autoridades de distintos niveles de gobierno para atender la emergencia —alcaldes en la comodidad de sus vehículos huyendo de los sitios afectados—, aunado a declaraciones terriblemente desafortunadas para referirse a lo acontecido —decir que el río se desbordó ligeramente—, como si negarlo o minimizarlo fuera más poderoso que los cientos de imágenes que inundan medios y redes sociales, como la más palpable evidencia de la magnitud de la catástrofe.
Y, si bien, la Presidenta se apersonó en el lugar del desastre con prontitud y eficiencia —en marcado contraste con su antecesor en circunstancias similares—, cómo no esperar confrontación, reclamos y enojo por parte de la población afectada que exigía desesperadamente su apoyo, derivado del inexistente gobierno local y municipal, ante lo que se les pedía callar y escuchar en un diálogo ya de sordos.
Como suele ocurrir en estas situaciones, ha sido la población de a pie la primera en responder para apoyar con víveres básicos a las familias damnificadas, que se cuentan por miles, pero sin que ello sea suficiente.
En cuanto a las autoridades, sin el fondo para atender desastres naturales, ya comienzan a hacer malabares para ver de dónde sacan recursos para atender la emergencia. Claramente, la mediática medida de legisladores de donar parte de su sueldo para atender la tragedia tampoco alcanza, porque la falla de origen es haber desaparecido el Fonden —como tantos otros fideicomisos— bajo el simple argumento de que se prestaba a corrupción —en vez de vigilar más estrictamente su erogación y sancionar a quienes lo malversaran—. Y, pues claro, ya sin un uso etiquetado, esos recursos ya no existen cuando más se necesitan.
Mientras los ríos vuelven a su cauce, la atención ya se centra en atribuirle todo el peso de lo acontecido a la imprevisibilidad del fenómeno meteorológico, deslindarse de responsabilidades y minimizar los tan incómodos costos políticos con los que nadie está dispuesto a cargar.

