En Washington, los relojes siguen marcando la hora, pero el gobierno lleva 20 días detenido.
Desde el 1 de octubre, el presupuesto federal no se renueva y buena parte del enorme aparato administrativo de los Estados Unidos está congelado. Museos, parques nacionales y oficinas permanecen vacías; tres cuartas partes de los empleados públicos están sin sueldo o en licencia forzosa y cientos de miles de familias sobreviven con ahorros que se agotan. Sin embargo, Donald Trump no parece preocupado: este es el segundo cierre de gobierno más largo en la historia y se encamina a romper el récord, que lo puso también Trump en su anterior mandato, con 34 días.
Para un país como México, donde no existe una figura similar, entender un shutdown puede ser complicado. Aquí la presidencia tiene un enorme poder presupuestal para ejecutar el gasto sin preocuparse realmente de los contrapesos del Poder Legislativo, pero en Estados Unidos cuando el Congreso y la Casa Blanca no logran acordar cómo gastar el dinero público, el financiamiento se suspende y el gobierno se apaga. Sólo siguen funcionando los servicios esenciales —fuerzas armadas, control aéreo, patrulla fronteriza, seguridad social— mientras el resto del aparato estatal se congela. No se trata de un paro laboral, sino de un bloqueo político.
El origen del conflicto está en una disputa sobre salud pública. Los demócratas en el Senado se negaron a aprobar el presupuesto si no se garantizaban los fondos de Obamacare y otros programas médicos. Trump y los republicanos lo rechazaron, alegando que el presidente tiene derecho a recortar o reasignar gastos según su criterio. De esa colisión surgió el apagón. Pero, a diferencia de otros mandatarios, Trump no busca resolverlo: lo aprovecha.
El cierre le ha permitido profundizar su proyecto de desmantelar al Estado. A través del Departamento de Eficiencia Gubernamental —la infame oficina de DOGE dirigida por Elon Musk— ya se han despedido a más de 200 mil funcionarios, alrededor de 10% de la burocracia federal. Ahora, con el pretexto de la falta de fondos, la Casa Blanca ha intentado profundizar aún más los recortes y hasta usar el dinero de los aranceles para pagar a los militares y a la policía, mientras suspende programas civiles.
En la práctica, Trump ha usado el shutdown como un experimento: gobernar sin gobierno. La Casa Blanca ha mantenido el pago de los soldados, los agentes migratorios y los cuerpos de seguridad, pero ha frenado la entrega de ayuda alimentaria, subsidios de vivienda y becas estudiantiles. Millones de estadounidenses podrían perder sus “food stamps” en noviembre si el bloqueo continúa, que son de las pocas políticas sociales federales en pie para la población más vulnerable.
El presidente dice que “mantiene pagados a los que quiere pagar”. Y tiene razón: en su lógica, la burocracia es un enemigo (ahí es donde vive lo que llama el “Estado profundo” o Deep State) y el gasto público, un pecado. Pero esa idea, presentada como eficiencia, es también una forma de poder: concentrar en el Ejecutivo la capacidad de decidir qué parte del Estado sobrevive y cuál muere. Trump no tiene prisa por reabrir el gobierno porque le conviene mostrar que puede prescindir de él, alimentando aún más la personalización y concentración en el ejercicio del poder con cada día que el cierre se prolongue.

