En los últimos días se han trazado líneas en el Caribe sur que podrían alterar las, hasta ahora, tranquilas aguas de la geopolítica latinoamericana. Bajo el pretexto —y no tanto— de la lucha contra el narcotráfico, la administración de Donald Trump ha intensificado su presencia militar en torno a la costa venezolana y ha llevado al límite la tensión entre Washington y Caracas.
Primero, el hecho: Estados Unidos ha realizado una serie de ataques a embarcaciones que —según sus autoridades— partían de territorio venezolano o transitaban rutas procedentes de ese país. En uno de los casos más divulgados, el 2 de septiembre de 2025, un barco que presuntamente operaba para la agrupación Tren de Aragua fue hundido, y murieron 11 personas.
Luego vino la escalada. El presidente Trump confirmó que había autorizado operaciones encubiertas de la CIA en Venezuela, invocando el intenso tráfico de drogas y la supuesta liberación de presos venezolanos hacia Estados Unidos como justificación.

Reconocimiento al Ejército
Nicolás Maduro, por su parte, no se quedó atrás. Su régimen, fortalecido por años de depuración militar y control del poder, respondió con movilizaciones de milicias, discursos de “defensa nacional” y denuncias constantes de que lo que está en juego es nada menos que la soberanía de Venezuela frente a una potencia extranjera.
Encuentro dos razones fundamentales por las que hay que mirar con seriedad este conflicto.
1. Legalidad y normas internacionales.
¿Hasta qué punto son legítimos los ataques en alta mar contra embarcaciones de carácter civil o semicivil sin que medie un conflicto formal o una declaración de guerra? Las operaciones lanzadas por Trump podrían violar el derecho internacional y los principios básicos de soberanía.
2. Un narco-régimen no hace un narco-Estado.
Sería ingenuo negar que el régimen de Nicolás Maduro ha tejido, durante años, vínculos profundos con estructuras del narcotráfico y de la economía ilegal. Generales, funcionarios y operadores cercanos al poder han sido señalados por participar en el llamado Cártel de los Soles. Pero de ahí no se sigue que Venezuela sea, en sí misma, un “narco-Estado”.
Reducir al país a esa etiqueta es una forma de despojar al pueblo venezolano de su soberanía y de su capacidad de autodeterminación. La criminalidad del régimen no equivale a la corrupción moral de toda una nación.
La salida de Maduro es indispensable —por razones éticas, políticas y humanitarias—, pero esa transición no puede venir de la mano de misiles extranjeros ni de operaciones encubiertas. Si la soberanía es algo más que una palabra vacía, su custodia debe permanecer en manos del pueblo venezolano. Cualquier intento de “liberación” impuesto desde fuera terminaría repitiendo los peores reflejos del intervencionismo que América Latina conoce de sobra.
En última instancia, la pregunta es si el Caribe volverá a ser escenario de una colisión entre superpotencias enmascarada como lucha contra el narcotráfico, o si lograremos un mecanismo más civilizado, transparente y respetuoso del derecho internacional.

