Hace cien años nació en La Habana Celia Cruz. Dotada de una voz de amplio registro y de gran capacidad rítmica, que alternaba con destreza entre la rumba y la guaracha, el bolero y el son, el mambo y el chachachá, la artista habanera dejó la carrera de magisterio por la música profesional. Con poco más de veinte años ya había debutado en Las Mulatas de Fuego y había viajado a Venezuela y a México.
En Salón México (1948), la película de Emilio El Indio Fernández, aparece una jovencísima Celia Cruz, coreando y bailando una rumba. Como principal vocalista de La Sonora Matancera, a partir de 1950, viajaría muchas veces a México en aquella década y se consolidaría como uno de los íconos de la nueva música popular cubana, junto a Dámaso Pérez Prado, Benny Moré, Rita Montaner, Bola de Nieve o el trío Matamoros.
Rosa Marquetti, musicóloga cubana, ha contado como nadie el dilema que planteó la Revolución a la Sonora Matancera y otras orquestas cubanas. Su libro Celia en Cuba (Planeta, 2022) llega hasta el momento en que la cantante decide establecerse fuera de la isla, por diferencias con la forma de organización política y cultural adoptada a principios de los años 60.
Hasta 1965, Celia trabajó con La Sonora Matancera, dirigida por Rogelio Martínez. En aquella orquesta haría inmortales temas como “Burundanga”, “Yo no soy guarapo”, “La sopa en botella”, “El Yerberito” y otros éxitos. A partir de 1965 iniciaría su carrera de solista, aunque siempre colaborando con algunos de los mayores músicos de salsa en Nueva York, como Tito Puente, Johnny Pacheco y Fania All Stars, donde compartiría escenario con Willie Colón, Héctor Lavoe, Rubén Blades, Cheo Feliciano e Ismael Rivera, entre otros.
El itinerario musical de Celia Cruz la llevó de la rumba y el son de La Habana en los años 40 a la salsa de Nueva York en los 70 y 80. El productor Jerry Massuchi sería fundamental en aquel largo tramo de la carrera de la sonera cubana. A la muerte de Massuchi en 1997, sobrevino la última reinvención de Celia, que logró con creces, como atestiguan sus últimas producciones: La vida es un carnaval (1998), La negra tiene tumbao (2003) y el póstumo Regalo del alma (2004), que ganó su tercer premio Grammy.
Como tantos otros artistas exiliados, Celia Cruz fue censurada y desautorizada en la isla. A su muerte en 2003, cuando se cumplían cuarenta años de su salida de Cuba, el periódico Granma dio la noticia, agregándole este comentario: “durante las últimas cuatro décadas se mantuvo siempre sistemáticamente activa en las campañas contra la Revolución Cubana generadas desde Estados Unidos”.
En el editorial, Celia no aparecía como una música cubana sino como una “intérprete que popularizó la música de nuestro país en Estados Unidos”. Su música, según Granma, no era suya. Tampoco eran suyas las ideas políticas que la llevaron al exilio. Granma no sólo postergaba el desagravio, sino que reducía a Celia, que era pura autenticidad, a un ícono falso.

