He escrito sobre Venezuela desde 2009, cuando Hugo Chávez aún concentraba poder y promesas. Desde entonces, el país ha vivido en un presente suspendido, atrapado entre la esperanza del cambio y la rutina del colapso. Cada intento de transición se disolvió entre la represión, la desinformación, la simulación electoral y el cansancio colectivo. Pero esta vez la situación es distinta.
La falta de legitimidad democrática del régimen de Maduro es ya insostenible: la suma de varios factores vuelve viable un desenlace inminente. Primero, la presencia de Leopoldo Urrutia, reconocido por buena parte de la comunidad internacional como presidente electo, encarna la posibilidad de una salida constitucional. Además, la reciente presencia militar norteamericana en la zona, aunada a la presión sobre los cárteles de la droga, crea la tensión económica necesaria.
Finalmente, el Premio Nobel de la Paz concedido a María Corina Machado puso en blanco y negro el panorama de la credibilidad: ya no hay equívocos posibles entre quienes defienden la libertad y quienes se aferran al poder como coartada. En su desesperación, el gobierno ha intentado despojar de la nacionalidad a sus opositores más visibles. Ese es el gesto final de los mafiosos cobardes: desconocer a quienes reflejan lo que ellos no alcanzan a ser. Y a Maduro, por más que le hable un pajarito, no le salen las cuentas de una democracia decente.

Cónclave para el regalo de Alito
Venezuela fue el laboratorio más extremo del populismo latinoamericano: un modelo que prometió justicia social y terminó devorando las instituciones que la hacían posible. El petróleo, la épica revolucionaria y la polarización fueron los pilares de una hegemonía autofágica: cada mentira, cada exceso, cada desvarío democrático devoró la credibilidad y la confianza en el sueño bolivariano. En cambio, la pobreza, el exilio, la censura y la evidencia de un narco régimen se volvieron paisaje.
Lo que está en juego en Venezuela es la posibilidad misma de recuperar la verdad, la honestidad, el honor y la decencia como bases del orden político. Tras décadas de propaganda, la sociedad venezolana busca algo más elemental que un nuevo gobierno: recuperar la dignidad de los hechos, el valor de la palabra, la confianza en el futuro.
Quienes hemos seguido este proceso desde fuera sabemos que Venezuela anticipó muchos de los males de la región: la erosión institucional, la concentración del poder, el uso de la miseria como control político. Tal vez por eso su desenlace importa tanto.
En los próximos días, Caracas puede volver a ser el centro de una historia que marcará a América Latina. No basta con observar desde lejos. Contarla exige estar ahí: con los ojos abiertos, con la conciencia alerta, con la certeza de que presenciar el fin de un ciclo abre la puerta a la esperanza y a la responsabilidad de construir una Venezuela mejor, y para todos.

