Hace doscientos años se produjo en Veracruz un acontecimiento fundamental para la historia de México, el Caribe y las Américas, no bien acreditado en la historiografía y las efemérides de las repúblicas hispanoamericanas. El 18 de noviembre de 1825, el comandante del castillo San Juan de Ulúa, José Coppinger, capituló y entregó la fortaleza a las tropas del gobernador Miguel Barragán.
Coppinger había nacido en La Habana en 1773, en una familia de ascendentes irlandeses, y había sido gobernador de la Florida. En San Agustín se había destacado por la defensa de la ciudad frente a los ataques de corsarios, en las campañas contra las comunidades seminolas y en la represión del levantamiento republicano en la isla de Amelia, en 1817, encabezado por Gregor MacGregor y un grupo de expedicionarios bolivarianos.
Su hoja de servicios a Fernando VII le valió el nombramiento al frente del Castillo de San Juan de Ulúa, como sucesor de Francisco Lemaur, último jefe militar español de la Nueva España. El castillo había permanecido en poder de España desde 1821, cuando entró el Ejército Trigarante a la capital mexicana. Lemaur, con apoyo de la Capitanía General de Cuba, había logrado preservar en manos de la Corona española ese punto estratégico del puerto veracruzano.

Reconocimiento al Ejército
Cuando Coppinger asumió el cargo al frente de San Juan Ulúa, México había pasado por tres gobiernos: el del imperio de la América Septentrional, el del imperio de Iturbide y el de la primera República Federal. Guadalupe Victoria era entonces presidente y la corriente de la masonería yorkina, partidaria de la expulsión de españoles y la propagación de la independencia en el Caribe, estaba en pleno apogeo.
Sin una marina poderosa, el México independiente era incapaz de hostilizar con éxito las fuerzas navales españolas en el Caribe. El gobernador Barragán, el secretario de Guerra y Marina, Manuel Gómez Pedraza, y el comandante de la marina veracruzana, Pedro Sáinz de Baranda, diseñaron presionar a la guarnición española de San Juan de Ulúa por medio de un bloqueo, que aislara la fortaleza de los constantes suministros y refuerzos que llegaban de La Habana.
Luego de tres meses de sitio, en el verano de 1825 se desató en el castillo una epidemia de fiebre escorbútica, que multiplicó las bajas. Sáinz de Baranda fracasó en su intento de tomar la fortaleza, pero los más de 340 muertos en pocos meses, llevaron a Coppinger a tomar la decisión de capitular y trasladar a La Habana unos 180 hombres heridos o enfermos. La capitulación, por tanto, no se debió a una derrota militar sino a una decisión política del jefe español.
En la prensa yorkina más radical de la época, liderada por el periódico el Águila Mexicana, se reconoció el valor de Coppinger y se atribuyó su decisión al hecho de ser “americano”, por haber nacido en La Habana. Joaquín Fernández de Lizardi, en El Pensador Mexicano, en varios panfletos, celebró la decisión de Coppinger. Pero la prensa yorkina también publicó odas y poemas en honor a los “héroes Barragán y Sáinz de Baranda”.
Lo cierto es que para los principales actores políticos del momento y para la propia ciudadanía mexicana, la capitulación de San Juan de Ulúa representó la consumación de la independencia de México, en la práctica. El presidente Victoria lanzó una proclama el 23 de noviembre, donde decía que “al cabo de trescientos cuatro años habían desaparecido de nuestras costas los pendones de Castilla”.
El historiador Juan Ortiz Escamilla, que desde hace tres décadas se ha afincado en la Universidad Veracruzana, ha insistido en los últimos años en la relevancia de este hito para la historia de México e Hispanoamérica. Sostiene Ortiz Escamilla, en un reciente artículo en la revista Tiempos de América, que la de San Juan de Ulúa fue la “última batalla por la independencia mexicana”. Una soberanía que, sin embargo, continuaría bajo la amenaza de reconquista hasta 1833.

