Hay decisiones políticas que, aun sin declararse abiertamente, exponen con mayor claridad la lógica del poder que cualquier discurso oficial.
En México, pocas ilustran mejor esa tendencia que la manera en que la coalición gobernante ha ido consolidando su control sobre el Poder Judicial. No se trata únicamente de haber renovado la Corte, los juzgados y los tribunales mediante una elección en la que resultaron ganadores perfiles afines. Lo más preocupante es el uso instrumental de ese control para ampliar las facultades del Estado frente a los particulares, incluso cuando ello implica alterar principios y criterios jurídicos, reinterpretar facultades, reabrir asuntos concluidos o empujar decisiones que, hasta hace poco, habrían sido consideradas excepcionales. Es, en esencia, un cambio en la manera en que se distribuye el poder en el país.
El sustento político de esta lógica se ha venido construyendo durante años. Según esta narrativa, el Estado habría sido víctima de un uso indebido del amparo: jueces con sesgos pro-empresa, criterios laxos, tácticas dilatorias y una serie de resoluciones que habrían permitido abusos fiscales y administrativos de gran escala. Dentro de ese marco, los casos que involucran a ciertas figuras del mundo empresarial han servido de ejemplo para reforzar la idea de que existió un Poder Judicial capturado por intereses privados y de que era necesario “desmontar privilegios”. Este diagnóstico mezcla hechos reales —porque sí hubo malas prácticas y decisiones cuestionables— con una generalización que potencialmente convierte cualquier límite al Gobierno en prueba de corrupción o parcialidad.

Reconocimiento al Ejército
Sin embargo, incluso admitiendo la existencia de esos problemas, el péndulo se mueve ahora hacia un extremo igual o más preocupante. Bajo la justificación de corregir excesos del pasado, hay quienes dentro de la nueva Corte están sugiriendo criterios que subordinan las garantías fundamentales al interés recaudatorio o político. Casos cerrados están siendo reabiertos únicamente por el monto involucrado o presuntos actos fraudulentos, sin que exista un componente de relevancia constitucional ni un nuevo debate jurídico que lo amerite.
Lo más revelador es que la propia Presidenta ha intentado desmarcarse públicamente de esa tendencia. Ha dicho que no pretende perseguir a particulares ni reabrir litigios ya concluidos, y que el Estado debe actuar con apego a la ley, sin revanchismo. Sin embargo, parece haber una dinámica institucional que avanza por inercia propia. Alguien dentro del poder está continuamente empujando ideas de retroactividad de la ley, de abrir casos juzgados. Ya sea por un interés particular por aquellos casos que impugnan o para crispar los nervios de inversionistas, ciudadanos y el propio Gobierno, como si hubiera una intención explícita de construir la idea de que estamos en un Gobierno autoritario donde el Estado de derecho fue finalmente derrotado.
Sean peras o sean manzanas, la consecuencia de esto es doble. Por un lado, se vulneran las expectativas hacia el futuro: ningún particular, empresa o institución puede tener certeza de que un asunto concluido no será reabierto si el monto resulta políticamente atractivo. Por otro, se pretende también modificar las certezas del pasado: decisiones firmes, emitidas conforme a derecho, se vuelven susceptibles de reinterpretación bajo criterios que no existían en su momento. Esta erosión afecta directamente la credibilidad del país ante inversionistas, tribunales internacionales y cualquier actor que depende de la estabilidad jurídica. La economía moderna requiere reglas previsibles; si lo decidido ayer puede cambiar mañana, la planeación financiera se vuelve prácticamente imposible.
Más grave aún es el riesgo institucional. Cuando la interpretación judicial se acerca a la retroactividad práctica —aunque no formal— se diluye la frontera entre lo permitido y lo prohibido. El Poder Judicial deja de ser un árbitro para convertirse en un socio operativo del Ejecutivo federal o también de los locales, con incentivos alineados a maximizar ingresos, corregir “agravios” históricos o castigar a ciertos actores económicos. Esto abre interrogantes sobre los intereses que impulsan estas decisiones y sobre el impacto que tendrá un sistema que intenta “recuperar dinero hasta por debajo de las piedras”, sin medir consecuencias legales ni reputacionales.
El resultado es un Estado que, en su afán por corregir excesos reales o imaginados, termina construyendo otros que pueden ser peores: incertidumbre jurídica, discrecionalidad institucional y un Poder Judicial debilitado en su función esencial. La lógica que hoy domina al aparato estatal es la de avanzar, con o sin freno, hacia un modelo donde el Estado siempre gana y el particular siempre pierde. Es tal el exceso que puede que el poder termine devorándose a sí mismo.

