En México nos encanta buscar explicaciones metafísicas para lo que, al final, es pura aritmética. La impunidad del 98%, la cifra negra del 93% —ésa en la que nueve de cada diez víctimas jamás pisan una fiscalía— alimentan discusiones interminables sobre la maldad intrínseca del aparato estatal, la cobardía ciudadana o la corrupción como esencia nacional. Pero la explicación, aunque incómoda, es bastante más simple: es el bajo salario de los Ministerios Públicos.
Primero, dejemos de compararnos con Estados Unidos. No somos una sociedad litigiosa, jamás lo fuimos. No vivimos en un país donde cada desacuerdo termine en un expediente judicial. Aquí, antes de meter un pie en una fiscalía, la gente hace cuentas: ¿cuántas horas voy a perder?, ¿cuánta humillación me espera?, ¿me va a servir de algo? Y la respuesta, casi siempre, es no. De ahí arranca buena parte del 93% de no denuncias.
Pero incluso quienes sí denuncian se topan con la otra cara del desastre: fiscalías que funcionan como elefantes reumáticos, mesas con cientos de carpetas por MP, audiencias empalmadas, diferimientos que empujan un juicio oral a un año de distancia, litigantes que ruegan por una cita y MP que piden a las víctimas ayudarles a posponer audiencias porque no alcanzan a llegar de un reclusorio a otro. ¿Cómo investigar un delito si no se tiene ni el tiempo material para leer la carpeta?

Reconocimiento al Ejército
Cuando se pregunta por qué, la respuesta aparece nítida: “es el presupuesto, estúpido”. Los MP ganan poco, mucho menos de lo que exige su tarea y el riesgo que implica. Menos que un juez —porque durante décadas el Poder Judicial Federal absorbió presupuestos descomunales para pagar sueldos de 200 o 300 mil pesos, fideicomisos para esto o lo otro, comidas pantagruélicas (me consta) y seguros privados—, mientras las fiscalías sobrevivían con migajas. Décadas de desigualdad presupuestal crearon exactamente lo que hoy padecemos: un sistema acusatorio moderno operado por instituciones tercermundistas.
Los MP no podían ganar lo justo cuando los juzgadores federales se llevaban la gran tajada, ganaban más que el Presidente. Cuando por fin esa situación comenzó a corregirse con la polémica reforma judicial, se abrió una ventana para fortalecer a las fiscalías. Pero esa ventana sólo sirve si la atravesamos: si exigimos salarios dignos, personal suficiente, procesos de selección serios y evaluaciones periódicas.
Y sí, hay que decirlo sin rodeos: un MP debe ganar lo mismo que un juez. La labor lo exige, el riesgo lo exige y la lógica institucional lo exige. Lo demás es retórica hueca.
El debate público sigue atrapado en la mala fe de los extremos. La oposición habla de revertir la reforma judicial, de que remover a un fiscal vengativo y octogenario violó la autonomía. Si queremos romper el ciclo de impunidad, entonces la consigna es sencilla, contundente y urgente: ¿Queremos que un MP investigue bien? Paguémosle. ¿Queremos que resista presiones políticas? Paguémosle. ¿Queremos que deje de posponer audiencias porque tiene que estar en dos reclusorios a la vez? Paguémosle. ¿Queremos que un expediente no tarde tres años en resolverse? Pues sí: paguémosle.

