En Hong Kong ya no se vota para elegir, sino para obedecer. Y cuando una elección deja de ser un espacio de disputa pública para convertirse en un trámite del poder, la ciudadanía se aleja.
Eso fue lo que ocurrió en las elecciones legislativas de este fin de semana: un proceso con una participación mínima (apenas 31 por ciento del padrón) en una ciudad que alguna vez llenó las calles para defender el voto libre. Hoy, en cambio, domina el silencio. Y el miedo.
Desde 2021, cuando el gobierno de China tomó el control de Hong Kong 30 años antes del compromiso que había hecho para garantizar su autonomía, se impuso un rediseño del sistema electoral local con una lógica clara: sólo los “patriotas” iban a poder competir en las elecciones.
Es decir, únicamente quienes demostraran lealtad total al Partido Comunista. Cualquier crítico, por moderado que fuera, quedó fuera del tablero. El Consejo Legislativo, que antes tenía 35 escaños elegidos directamente por la población, hoy ofrece apenas 20 al voto popular.
El resto lo designan comités alineados con China continental, sellando de antemano el resultado. El mensaje quedó inscrito en piedra: participar es validar el orden, no cuestionarlo. Las enormes marchas de los jóvenes de las sombrillas amarillas, que trataron de oponerse a perder las libertades con las que habían crecido, fueron aplastadas y todos sus líderes arrestados o perseguidos.
Pero esta elección llegó marcada por algo más profundo que el autoritarismo electoral: el megaincendio de Wang Fuk Court hace unas semanas. Una tragedia consumió siete torres residenciales, dejó al menos 159 muertos y reveló un patrón devastador de advertencias ignoradas. Durante más de un año, vecinos, activistas anticorrupción y expertos alertaron al gobierno sobre los riesgos de las obras de renovación: paneles de espuma altamente inflamables, mallas de protección dudosas, ventanas selladas que impedirían ver el avance de un fuego. Las autoridades desestimaron las quejas.
El fuego avanzó con tal ferocidad que derritió el andamiaje y bloqueó salidas. Y cuando los ciudadanos exigieron explicaciones, llegó la respuesta característica del nuevo Hong Kong: arrestos.
A un hombre de 71 años lo detuvieron por “incitar al odio” contra el gobierno al publicar videos que cuestionaban la gestión de la emergencia. Un estudiante de 24 años fue detenido tras repartir volantes pidiendo una investigación independiente. Otros más fueron arrestados por llamar a no votar.
Ése es el puente entre el incendio y las urnas vacías: cuando un sistema político elimina a la oposición, destruye también los canales a través de los cuales la ciudadanía puede advertir fallas, exigir correcciones y prevenir tragedias. La captura institucional mata, si no metafóricamente, sí de manera muy literal. La vieja promesa de “un país, dos sistemas”, que debía garantizar autonomía de Hong Kong hasta 2047, se ha convertido en una ficción.
Hong Kong perdió su prensa libre, su parlamento plural, su derecho a protestar y su capacidad de auditar al poder. Cuando esas válvulas se cierran, la sociedad se hunde en una mezcla de resignación y riesgo permanente.
Y entonces sucede lo que vimos el domingo: una elección sin competencia real, con candidatos idénticos entre sí, incapaz de generar entusiasmo o legitimidad.
Para muchos hongkoneses, no votar ya no es apatía: es un acto de duelo. Duelo por quienes murieron en Wang Fuk Court y por la ciudad que solía ser.