TEATRO DE SOMBRAS

El sacrificio del pavo

Guillermo Hurtado. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Guillermo Hurtado. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: La Razón de México

Cada año se despachan millones de pavos para la Navidad (en Estados Unidos la masacre comienza desde antes, con la celebración del Día de Gracias). Esta matanza no tiene fundamento religioso, como sí lo tiene el sacrificio anual de los corderos que realizan los musulmanes. No, aquí la carnicería nada tiene que ver con el significado de la Navidad; de lo que se trata, para decirlo sin adornos, es de una tradición de glotonería.

A los pavos se les engorda meticulosamente durante meses para que sus carnes sean más abundantes. Viven en granjas gigantescas en las que apenas hay espacio para moverse. Cuando llega su día, los transportan a unas factorías enormes en donde los cuelgan de las patas, les rebanan el cuello y, ya muertos, les quitan las plumas, les sacan las vísceras y los cortan en piezas para ser empaquetados y vendidos.

Aunque usted no lo crea, el pavo es un personaje de la filosofía. La fábula filosófica en la que aparece ese animal la formuló, en su versión original, Bertrand Russell en el siglo anterior, aunque se ha ido modificando hasta alcanzar su versión actual, que tiene como propósito mostrarnos que el método inductivo no tiene garantías, como ya lo había sostenido antes otro filósofo británico, David Hume, en el siglo XVIII.

La fábula cuenta que un pavo se percata de que todas las mañanas un granjero entra al corral para traerle abundante comida. Entonces, en la estrecha mente del pavo se genera el siguiente razonamiento inductivo: si hoy el granjero me trajo alimento y lo mismo sucedió ayer y antier, entonces, puedo suponer que mañana hará lo mismo. El pavo queda feliz con esa conclusión. Este pavo es un inductivista, es decir, acepta la corrección del procedimiento racional conocido como “inducción”, que nos hace creer que, si un fenómeno ha sucedido numerosas veces en el pasado, seguirá aconteciendo en el futuro. El lector sagaz podrá imaginar cuál es el triste desenlace de esta historia: llega un día en que el granjero entra al corral no con una bolsa de grano, sino con un afilado cuchillo, y en vez de alimentar al pavo, le corta el cogote. En los últimos instantes de su vida, el pobre animal podrá preguntarse, ¿por qué mi amo me mata si antes me alimentó con generosidad?, ¿qué sentido tuvo que me diera de comer si acabó matándome?, ¿acaso no quería mi bien?

El problema del pavo no es sólo que la inducción falle, sino que, al fallar, sacude el cándido sentido que daba a su existencia. Quizá nuestra vida se parece más a la del pavo de lo que quisiéramos reconocer. Comemos y comemos —a veces, incluso, deliciosos manjares— y todo para qué, para que un día nos quedemos tiesos y toda esa comida no haya valido para un carajo.

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