Se vino una tristeza columpiada en adagio sobre la llovizna, aquel miércoles —7 de noviembre de 2016—, cuando murió el poeta y cantante canadiense Leonard Cohen. El amor, la religión, la relación de la pareja, la zozobra, el sexo, la bohemia y la soledad afloraron en sus coplas. Exponente del folk-rock: por un lado, la epifanía trágica de Federico García Lorca; por otro, la angustia de Emil Cioran. En la presentación de su último álbum You Want it Darker, le dijo a un periodista que estaba listo para morir: “I’m ready, my Lord”, reza el estribillo empalmado en la cadencia del coro de una iglesia. Réquiem pop. Salmo en los filos de la opacidad. La oscuridad se hermana con la melancolía.
Hace un poco de frío. La nostalgia se anuda con la brisa que se cuela por los resquicios de las ventanas. Escucho “Suzanne” (“Cuando tratas de decirle a Suzanne / que no tienes amor para ofrecerle, / te toma y te mece en sus brazos / dejando que sea el río el que conteste / que siempre ha sido su amante…”): la tarde calca la evocación. La ceniza empolva el episodio de la vida: Dios ofrece entregas mínimas que el juglar convierte en cánticos. Repican: “Joan of Arc” (“Las llamas persiguen a Juana de Arco / que va en la noche cabalgando, sin luna que brille en su armadura”) y “Everybody Knows” (“No me importa lo que la gente dice, / de cualquier manera no me van a convencer…”).
Los naipes auguran el acaso. “Si eres tú quien reparte las cartas, yo estoy fuera del juego / Si tuya es la gloria, entonces mía debe ser la deshonra”. El bordón armónico persiste: I’m ready, my Lord / I’m ready, my Lord / I’m ready, my Lord… Entonemos un Hallelujah en los tajos brumosos de la brizna. “El amor no es una marcha de victoria / es un frío y roto aleluya”. Leonard Cohen nunca se despidió. No se fue. Ahora mismo salta en los vaivenes de los bordones de la cadencia que me abriga: circular y perfecta, deshoja la imagen de la armonía en su frescura infinita.
Yo tengo para mí, afirmo que Leonard Cohen sin término inscrito, quería entregarnos en cuerpos fulgurantes las canciones: simulaba pudor, aparentaba humildad y se auxiliaba del silencio: música callada: lira múltiple de ramificación absorta: diáfano desandar en el vacío. En la esencia de sus versos se restituye la hermosura extraviada en los preámbulos de la hora del sueño. Entro casi a tientas a las tersas sonoridades de Cohen: intento en quieto arrebato desanudar las perplejidades. Se hace de noche y tengo miedo de la calma inspirada en los acordes, en el vértigo de tanta consonancia alejada de cualquier insinuación de olvido, me refugio. Canto.
En medio de la vagarosa presencia del cantante canadiense, entro a las páginas de Leeré hasta mi muerte (Jus Libreros y Editores, 2025) de Mónica Maristain. “Leeré hasta mi muerte. Digo. Pero no sé cómo será mi muerte, si antes de dar la última expiración no me vendrá un derrame cerebral y no podré leer ni escribir ni pensar. [...]. Bueno, leeré y escribiré hasta el final. Es un destino que me propongo”, escribe Mónica en este cuaderno de eventualidades superpuestas, de vaticinios y suicidio con sonrisas, de Celan y Reinaldo Arena, de Lemebel y Martin Amis... Querida Mónica: la muerte te cazó dormida y nos sorprendió a todos que tanto te admiramos. No sabemos descifrar el azar de los sueños. Hallelujah.
Leeré hasta mi muerte
Autora: Mónica Maristain
Género: Ensayo
Editorial: Jus, 2025