No hay peor adicción que la que no se quiere ver y en México se ha ido filtrando como la humedad, una que está secuestrando la estabilidad emocional de miles de jóvenes, de una generación frágil por desconectada y peligrosamente hipnotizada desde un dispositivo móvil.
Se descarga, se instala y se monetiza. Opera bajo algoritmos que generan fórmulas adictivas para cada usuario y muchos tienen también mecanismos psicológicos que imitan los efectos de algunas sustancias:
Recompensas intermitentes, estímulos constantes, transacciones, sensación de control y promesas de éxito inmediato.

La gasolina no sube
En 2019 la Organización Mundial de la Salud reconoció el trastorno por uso de videojuegos como una condición de salud mental y define algunos de sus focos rojos como “un control deteriorado sobre el juego, una prioridad creciente al juego sobre otras actividades…”.
Y no es que los videojuegos sean “buenos” o “malos”, la pregunta es: ¿qué pasa cuando un país como México, con precariedad laboral juvenil, crisis educativa acumulada y un mercado digital sin control amplio, empieza a ser capturado por esa forma de anestesia social?
Según el Inegi, en 2024 México alcanzó 100.2 millones de usuarios de Internet y el teléfono inteligente fue el dispositivo dominante de conexión (97.2%). El grupo de edad que más horas invirtió en eso fue el de 18 a 24 años, con un promedio de 5.7 por día, seguido de los de 25 a 34 años, con 5.6 horas.
Pero el dato más sorprendente lo arrojó el grupo de 6 a 11 años que reportó haber estado conectado hasta 2.6 horas por día…
Esta nueva forma de adicción, no está en un callejón oscuro, sino en el bolsillo, en la cama, en el salón de clases, en el transporte público. Y lo único que pide es una aplicación, como la de las apuestas virtuales.
La Encuesta Nacional de Consumo de Drogas, Alcohol y Tabaco 2025 reveló que casi 7 de cada 100 adolescentes entre 12 y 17 años, reportaron haber participado en juegos de apuestas; además identificó a 189,660 personas entre 12 y 65 años, que cumplen con criterios de trastorno de conducta por juegos electrónicos.
Lo verdaderamente alarmante es que en México se aborda esta conversación de forma muy superficial, cuando se trata de un problema sustancial.
En el Paquete Económico 2026 se discutieron “impuestos saludables” que incluían gravámenes a videojuegos considerados violentos y un aumento a las apuestas en línea, pero se dio marcha atrás.
El Gobierno retiró el impuesto a los videojuegos, argumentando inviabilidad técnica para distinguir los juegos que entrarían en la categoría de “violentos”, por lo que se anunció que se apostará a campañas informativas.

El debate se redujo a recaudar o no recaudar, como si el problema fuera fiscal, cuando lo que está en riesgo es la salud mental de la adolescencia que sigue sin ser prioridad para el Estado.
Resulta paradójico pretender ser estrictos para regular ciertos consumos tradicionales y tan laxos para permitir que se abran espacios de lucro a costa de la vulnerabilidad juvenil.
La legislación que hoy rige buena parte del mundo de las apuestas en México está desfasada frente al avance digital. La Ley Federal de Juegos y Sorteos se publicó en 1947, en un mundo donde no existía el Internet ni los celulares, mucho menos aplicaciones, apuestas en tiempo real o algoritmos personalizados en deportes que consumen menores.
El problema no se resuelve demonizando estas formas de entretenimiento. Tampoco culpando a las empresas creadoras o a los padres, lo que se necesita son políticas públicas integrales.
Es imperante que una legislación obligue a plataformas a transparentar mecanismos adictivos, que limite la publicidad dirigida a menores, que establezca advertencias claras, como las que existen para el tabaco o el alcohol.
Es crucial pensar en financiar programas de prevención y atención a la salud mental juvenil, así como capacitación en la educación pública para detectar las señales de adicción digital.
Los números nos están mostrando el tamaño de la conectividad y las señales de alarma también están ahí.
Lo que no se ve por ninguna parte es la voluntad de legislar con responsabilidad, sin un objetivo de “recaudación” y mucho menos de prohibición, sino de atención a un problema que se agrava a la vista de todos.
Este reto en 2026 no es tecnológico. No se trata de ir contra la innovación o el entretenimiento, es un asunto de educación y salud.
Se debe reconocer que el mercado no se autorregula cuando la ganancia depende de una adicción y en este sentido resulta criminal que la juventud en México siga siendo el daño colateral de una omisión legislativa.

