Democracia y odio

TEATRO DE SOMBRAS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Uno abre los periódicos y se encuentra con la misma noticia multiplicada en diversas versiones. La democracia, no sólo en México, sino en el mundo entero, se ha vuelto excesivamente antagónica, agresiva, destructiva. ¿Por qué? ¿Acaso un resultado inevitable de la democracia es que degenere en un campo de batalla? ¿Debemos acostumbrarnos a que las cosas sean así? ¡No, no, de ninguna manera!

La democracia no está condenada a convertirse en una guerra movida por el odio. Quien dijera que el conflicto fratricida es consecuencia inevitable de la democracia nos estaría engañando. Lo que sucede es que hemos confundido a la democracia con la lucha electoral por el poder, que es algo muy distinto.  

Adoptemos la definición de la democracia de Lincoln: el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo. Entendida de esa manera, resulta evidente que no estamos obligados a aceptar que la democracia tienda inevitablemente al conflicto violento. El problema de fondo consiste en que lo que hoy en día se describe como “la democracia” no es democracia en el sentido que le dio Lincoln al concepto. Podrá llamarse a sí misma “democracia”, pero no lo es en los hechos.  

Por ejemplo, cuando el gobierno no trabaja para el bien del pueblo sino para el beneficio mezquino de un partido político o grupo de interés, no estamos frente a una democracia genuina. Cuando eso sucede, lo que llamamos democracia se convierte en una lucha por el poder entre los partidos políticos o los grupos de interés que están en el gobierno o en la oposición. Por más elecciones, congresos y divisiones de poder que haya en esa circunstancia, no habrá una democracia genuina, porque el gobierno no será del pueblo —será de esos partidos y grupos—, ni será para el pueblo —es decir, para el beneficio del pueblo en su conjunto—.  

Recordemos que las formas democráticas no sólo se ponen en práctica dentro de un gobierno, sino dentro de cualquier comunidad, sindicato, vecindario o asociación. En esos casos, un número de individuos decide reunirse para resolver sus problemas comunes de la mejor manera. Apuesto a que todos hemos participado en esa forma de proceder en algún momento de nuestras vidas. Por lo mismo, todos sabemos que sí es posible reunirse con un grupo de personas para solucionar una dificultad común que requiere de una decisión colectiva y hacerlo de manera pacífica, armónica y colaborativa.  

El problema, por lo mismo, no es la democracia en sí misma, sino la manera en la que la democracia se nos ha vendido. Esto de “vender” la democracia no lo digo de manera figurada. La política actual, en los tiempos de los medios masivos de comunicación y de las redes sociales, se ha convertido en algo semejante a un espectáculo decadente. Los partidos políticos y los grupos de interés actúan dentro del espacio público con la finalidad de conseguir votos y apoyos. De esa manera, podría decirse que la violencia de la democracia actual ha sido fomentada, cultivada, planeada incluso por esos partidos políticos y grupos de interés para su beneficio, para asegurarse votos y apoyos viscerales. No debe sorprendernos, por lo mismo, que descubramos que aquellos políticos que frente a las cámaras y en sus declaraciones periodísticas hablan pestes de sus contrincantes, luego, en privado, se traten con amabilidad e incluso con simpatía, como los actores que interpretan roles antagónicos en las películas pero que, en la realidad, son amigos fuera del escenario. Por eso, los descubrimos conviviendo como si nada en las mismas fiestas. Los políticos no se odian en verdad. Todo lo hacen por el espectáculo electoral, por la cosecha de votos. Somos nosotros, los ciudadanos, los que acabamos odiándonos de la manera más lamentable. Para resolver este problema, debemos retomar el sentido original de la democracia que, como vimos, consiste en el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Mientras no sea el pueblo el que gobierne para su beneficio, sino los partidos políticos y los grupos de interés los que sigan usurpando el poder político, no podremos corregir el camino de la democracia. Si queremos salvar a la democracia del remolino del odio, debemos retomar su sentido original, reformarla para rescatarla.