Guillermo Hurtado

Elefantes

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Guillermo Hurtado
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Raymond Carver (1938-1988) fue uno de los escritores estadounidenses más importantes de la segunda mitad del siglo anterior. Los personajes de sus cuentos casi siempre son hombres y mujeres de la clase proletaria que se quedaron al margen del sueño americano: solitarios, alcohólicos, fracasados. Carver describe las vidas de estos personajes con un estilo que se ha denominado “realismo sucio” —por carecer de adornos retóricos— pero que, para mí, no tiene nada de sucio, sino, por el contrario, un profundo sentimiento de humanidad.

Hay un cuento de Carver que se me ha quedado grabado. La narración se llama “Elefante” y no habla de un elefante como los que habitan las planicies africanas, sino de un hombre que tiene que cargar sobre su espalda la responsabilidad de ocuparse económicamente de sus seres más cercanos.  

Los seres humanos pueden dividirse en dos grupos: los mantenidos y los que mantienen. Esta distinción, puesta así, puede parecer cruda, incluso cruel, pero es muy real. Todos sabemos de qué lado estamos en el momento presente. Algunos se mantienen a sí mismos y punto: son autosuficientes. Otros, en cambio, mantienen a
otras personas: a una, a dos, a cinco o a más

 El personaje principal del cuento es un hombre de mediana edad que vive solo y tiene un trabajo muy modesto. Con su pequeño sueldo no sólo se mantiene a sí mismo, sino que ayuda a su madre anciana, a su hija desempleada, a su hijo rebelde, a su exesposa y, para colmo, a su hermano, que le pide préstamos cuantiosos que jamás le paga. El hombre tiene que recortar cada vez más sus gastos. Para poder enviar dinero a sus parientes tiene que vivir de manera penosamente austera. Es más, para poder seguir prestándoles dinero, tiene que tramitar una hipoteca. Un día explota. No aguanta más. Escribe a sus parientes para decirles que ha decidido irse a vivir a Australia para desentenderse de ellos. Su madre le responde que si él deja de ayudarla tendrá que volver a trabajar a pesar de ser una anciana achacosa, su hijo amenaza con suicidarse, la hija le pide un último préstamo para conseguir un trabajo miserable. Es evidente que el hombre no tiene escapatoria. No puede huir de sus responsabilidades o, mejor dicho, sí puede, pero no tiene corazón para hacerlo. Como si fuera el viejo elefante de un circo de pueblo, está condenado a aparecer en la función para que el espectáculo pueda continuar.  

El escritor Raymond Carver, en una foto de archivo.
El escritor Raymond Carver, en una foto de archivo.Foto: Especial

Los seres humanos pueden dividirse en dos grupos: los mantenidos y los que mantienen. Esta distinción, puesta así, puede parecer cruda, incluso cruel, pero es muy real. Todos sabemos de qué lado estamos en el momento presente. Algunos se mantienen a sí mismos y punto: son autosuficientes. Otros, en cambio, mantienen a otras personas: a una, a dos, a cinco o a más. Aclaremos las cosas. Nada tiene de admirable mantenerse a sí mismo. Por el contrario, podría decirse que eso es lo que se espera de todos los adultos que no padecen alguna incapacidad. Tampoco tiene nada de encomiable mantener a los hijos, por lo menos durante su infancia; eso es lo que se espera de un padre o una madre en cualquier sociedad decente. Lo mismo podría decirse de sostener a los padres en su vejez. Lo que, en cambio, resulta fuera de lo común es tener que hacer un esfuerzo mayúsculo para mantener a nuestros hijos cuando han dejado de ser jóvenes, o a nuestros hermanos mayores de edad o a nuestros tíos o primos o cuñados o suegros o sobrinos o nietos o ahijados. He aquí que nos encontramos con esos hombres y mujeres que pueden describirse, siguiendo a Carver, como elefantes de la manutención.  

Cada elefante tiene su limosnero con garrote y eso es lo que hace que el personaje del cuento de Carver no sólo sea un modesto héroe sino, además, una víctima de los demás, aunque, también, diríase, de su elevada conciencia. Esto hace que un elefante sea un sujeto moralmente admirable, pero nunca envidiable sino, más bien, digno de compasión

 Seguramente, lector, usted ha conocido a uno de ellos. Hombres o mujeres que, con muchos sacrificios, asumen la carga de alimentar, vestir y alojar a parientes o amigos o incluso conocidos con los que no los liga una obligación jurídica y, ni siquiera, moral. Hay algo de heroísmo en esta actitud, desprovista de todo egoísmo. Lo que resulta indignante es la manera en la que, en muchas ocasiones —casi siempre, yo diría— los mantenidos le exigen a su elefante que cumpla de manera puntual con el compromiso que él o ella se impuso a sí mismo por pura generosidad. Cada elefante tiene su limosnero con garrote y eso es lo que hace que el personaje del cuento de Carver no sólo sea un modesto héroe sino, además, una víctima de los demás, aunque, también, diríase, de su elevada conciencia. Esto hace que un elefante sea un sujeto moralmente admirable, pero nunca envidiable sino, más bien, digno de compasión.