¿Es mala la gentrificación?

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Guillermo Hurtado
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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El fenómeno de la llamada “gentrificación” se ha mencionado en los medios de comunicación, pero no se le ha examinado con seriedad. Hay quienes se quejan de ella —notablemente, los que la padecen al grado de verse obligados a cambiarse de barrio o incluso de ciudad— y también hay quienes no la entienden y la critican, e incluso se burlan de quienes se lamentan de sus efectos.

Quien padece la gentrificación afirma que quienes lo empujan fuera de su hábitat le hacen un daño personal. Ese daño va más allá de una cuestión inmobiliaria y alcanza a la dignidad e incluso la identidad personal de quien lo sufre.

Mas, ¿qué tiene que ver nuestra identidad personal con el suelo que pisamos?

De acuerdo con una concepción muy difundida en nuestros días, no tiene nada que ver. Los seres humanos somos los mismos sin importar en dónde vivimos. Ser de aquí o ser de allá es un detalle insignificante que queda consignado en el acta de nacimiento, pero que no nos determina de ninguna manera. El ideal de vida que está detrás de esta concepción sobre el ser humano es el de moverse de un lado a otro con plena libertad, no tener ataduras, no tener apegos, no tener lealtades a ningún sitio.

Esta concepción es relativamente reciente. Antes cada persona fijaba su identidad en su lugar de origen, en su localidad, en su comunidad nativa. Los seres humanos eran un poco como los animales o las plantas de una región o una localidad, pertenecían a ella de una manera ontológicamente fuerte. Por eso, el exilio era una condena peor incluso que la muerte. Fuera de su entorno, de su tierra, un ser humano dejaba de ser quien era, se convertía en una especie de fantasma. Por lo mismo, las leyes declaraban que había tierra, ya fuera rural o urbana, que no se podía comprar o vender, poner el mercado, porque estaba ligada al pasado y al destino de un grupo de individuos o incluso al de uno solo de ellos.

Con el desarrollo del capitalismo y la expansión del liberalismo, esta concepción de la relación entre la persona y la tierra se combatió con fuerza, es más, con violencia. Lo que se sostuvo fue que no había tierra que no pudiera ponerse en el mercado, que no pudiera compararse o venderse. Las tierras comunales, que pertenecían a todos los miembros de la comunidad y a ninguno en lo particular, se consideraron una aberración. Fue así como en el siglo XIX desaparecieron los ejidos. Lo mismo se dice ahora de los barrios urbanos. Si los habitantes originales de una colonia ya no pueden pagar las rentas o preservar sus propiedades, deben aceptar las realidades del mercado capitalista y de la legislación liberal y cambiarse a otro lado sin queja, en silencio y con la cabeza gacha.