Guillermo Hurtado

Retratos sin rostros

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Guillermo Hurtado
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Las fotografías antiguas, en especial los retratos, tienen una magia que carecen las fotografías modernas. Hay imágenes del siglo XIX, incluso del XX, que me dejan sobresaltado. En un grupo de personas, hay una que ve fijamente a la cámara con una expresión de sorpresa, incluso de desconcierto. Su rostro está al descubierto. La persona entera está al descubierto. Su mirada es tan penetrante, que siento que me observa a través de los siglos. Lo mismo sucede con algunos viejos retratos de estudio, sobre todo de personas humildes, sencillas. Como ya dije, sus rostros están completamente al desnudo, nos dejan ver su humanidad entera.

Hoy en día, cuando cada uno de nosotros tiene decenas o acaso miles de fotografías alojadas en bases de datos de páginas de Internet, se diría que estamos más expuestos que nunca al escrutinio público. La queja de que no hay privacidad se repite por todos lados. Sin embargo, cuando examino las fotografías de algunas figuras públicas, e incluso de algunos conocidos míos, no encuentro una que sea tan verídica, tan reveladora, como la de aquellas imágenes antiguas que he mencionado. Como si se tratara de las fotos de un maniquí, lo que vemos son volúmenes faciales, narices, ojos, pero no un rostro de verdad.

El pensador suizo Max Picard publicó en 1930 un libro llamado Das Menschengesicht, que en español significa El rostro humano. Según Picard, cuando vemos un rostro nos conmovemos porque miramos a Dios. Nuestra faz está hecha a imagen y semejanza de la divinidad. La desgracia del presente, afirmaba Picard, es que cada vez hay menos rostros verídicos, es decir, rostros que nos hagan ver a Dios. Los seres humanos, al quedar desalmados por su lejanía del creador, han dejado de tener un rostro y lo que tienen es otra cosa: espasmos, muecas, antifaces, caretas, máscaras.

Los fotógrafos de antes, que lograban capturar en color sepia esas caras reales, no sabían que estaban retratando una realidad en vías de desaparición. Ahora es casi imposible encontrar un rostro de ese tipo, aunque a veces, caminando por la calle, alcanzamos a vislumbrar uno de ellos, como una aparición en medio de la multitud.

Si algo distingue a la pintura de Leonardo da Vinci fue su genialidad para crear retratos capaces de capturar el espíritu de un ser humano. Cuando presenciamos La Gioconda nos invade un estremecimiento porque sentimos que hay algo vivo en ese cuadro. Lo mismo sucede, aunque de manera más misteriosa, cuando vemos –en reproducción, porque el original está guardado en la residencia de un magnate árabe– el Salvator Mundi. No importa que el cuadro no sea un retrato del Jesucristo real, del que fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato. Lo que esa obra maestra logra es plasmar un rostro humano que, además, merece describirse como divino.