Guillermo Hurtado

El torito mexicano contra el tigre africano

TEATRO DE SOMBRAS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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México es un país violento. Lo muestran las escalofriantes cifras de asesinados, heridos, secuestrados y desaparecidos; aunque no hace falta consultar las estadísticas, porque todos los que vivimos aquí lo sabemos, lo sentimos, lo padecemos.

Lo que para un observador externo podría resultar paradójico es que, a pesar de todo lo anterior, los mexicanos estemos sedientos de espectáculos violentos. Queremos que un debate entre los candidatos a un puesto de elección popular deje de ser un aburrido intercambio de razones y argumentos para que se convierta en un sabroso intercambio de ataques e insultos. Lo que más nos gustaría —aunque no lo confesemos— es que los candidatos brincaran de sus sitios para golpear a sus contrincantes o jalarle los cabellos. ¡Ése sí que sería un buen debate!

Para evadir las miserias del presente siempre nos quedan los libros que nos hablan sobre el pasado. El ayer quizá no fue menos miserable que el día de hoy, pero tiene una enorme ventaja: ya no existe y, por lo mismo, podemos evocarlo con un filtro más amable.

Uno de los libros a los que regreso siempre que me quiero fugar del presente es las Memorias de mis tiempos de Guillermo Prieto. No sé por qué me acorde de una anécdota muy simpática que cuenta Prieto: la famosa batalla entre un torito mexicano y un tigre africano.

El empresario de la plaza de toros de San Pablo recibió, ignoramos cómo, un tigre de verdad, un majestuoso felino traído desde allende el mar. Al empresario se le ocurrió una idea que cautivó la imaginación de los habitantes de la ciudad de México: una batalla a muerte entre ese tigre y un toro local. La noticia se esparció por todos los barrios de la capital. No se hablaba de otra cosa. Se redactaron versos, se imprimieron estampillas, la plaza se rodeó de puestos en los que se vendían recuerditos del insólito combate.

Sucedió entonces algo inesperado. Se formaron dos bandos. Los que apoyaban al tigre y los que impulsaban al toro. A los primeros se les identificó con los gachupines y a los segundos con los insurgentes. Según Prieto, “Al toro mexicano los léperos, a su modo, se esforzaban por hacerle comprender que le estaba encomendada la honra nacional”.  

Llegó el día de la gran batalla. La plaza a reventar, la música a todo volumen, miles de espectadores atentos a la llegada de las dos bestias que se enfrentarían dentro de un círculo delimitado por altas rejas de metal.

El tigre parecía adormilado, como si despreciara el entusiasmo a su alrededor. El toro, en cambio, entró a la plaza mostrando todo su brío, orgulloso, como si quisiera recibir el aplauso de sus seguidores. Entonces, el tigre, que hasta entonces se había mostrado indiferente, dio un estruendoso rugido y saltó sobre el toro, clavándole sus garras y mordiéndole sus carnes con sus poderosas fauces.

El público se espantó. Gritó con todas sus fuerzas para darle ánimo al toro que sangraba por los costados. Entonces sucedió algo fabuloso que nos cuenta Prieto de la siguiente manera: “El toro parece que comprendió… y por un esfuerzo terrible, inexplicable, súbito y… acaso pudiera decir sublime, se sacudió impetuosísimo, desencajó al tigre de sobre sus lomos, lo derribó, y rapidísimo… más rápido que el más veloz relámpago, hundió una, y diez mil veces sus aceradas astas en el vientre del tigre, regando sus entrañas por el suelo y levantando después su frente que aparecía radiosa con aquella inconcebible victoria”.

¡Imagínese usted el entusiasmo de la multitud! Dice Prieto que nunca se vio nada parecido en la ciudad. La gente lloraba, se abrazaba, brincaba de felicidad. Llovieron sobre el toro cientos de flores que celebraban la victoria de la bestia mexicana. ¡El honor de la patria se había preservado! ¡Y de qué manera!

El público pidió al empresario que dejara que el astado, todavía chorreando sangre, hiciera un desfile triunfal por las calles de la ciudad. Como si fuera un emperador romano, el torito mexicano fue paseado entre vivas y alabanzas por los miles de sus eufóricos admiradores que esa tarde se olvidaron, aunque fuera por un ratito, de las miserias de su existencia.