Horacio Vives Segl

Lenin a 100 años

ENTRE COLEGAS

Horacio Vives Segl*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Horacio Vives Segl
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Hace unos días, el 21 de enero, se cumplió el centenario del fallecimiento de Vladímir Ilích Uliánov, universalmente conocido como Lenin. Un siglo de distancia permite tomar perspectiva de su obra y legado, así como de las indeseables consecuencias.

Vamos a conceder que la actuación de Lenin contribuyó de manera decisiva a terminar con una monarquía despótica que, por siglos, generó mucha riqueza y esplendor —también pródiga en el florecimiento de las artes, cuyos principales exponentes son universalmente reconocidos— a costa de la pauperización y sufrimiento de la población. Régimen al que le tenía fundados resentimientos familiares y personales, por el dolor infringido al hermano detenido y fusilado en Siberia. Hay que señalar que, gracias a una negociación exitosa, se llegó al acuerdo del tratado Brest-Litovsk por el que concluyó la participación rusa en la Primera Guerra Mundial. También hay que reconocer que, décadas más tarde, Rusia fue un aliado fundamental para vencer a Hitler y al nazismo. Eso sí, se tuvo que pagar un precio muy alto, cuyas consecuencias actualmente se resienten.

Lo que claramente es criticable es la imposición de la violencia y la crueldad como mecanismo para la instauración de un nuevo orden. Posiblemente, desde que se confrontaron dos visiones —la menchevique, moderada y más proclive a tender puentes con Europa y Occidente, frente a la bolchevique con una visión endogámica, radical, vertical y violenta— y se impuso a sangre y fuego el bloque bolchevique —con episodios tan dramáticamente contundentes y aleccionadores como la ejecución del zar Nicolás II y de la familia imperial, los Romanov—, quedó en evidencia la cosmovisión leninista. Como se sabe, gracias al respaldo del Ejército Rojo, la Unión Soviética fue fundada en 1922 y Lenin era el líder indiscutible de tal proeza. Pocos meses duró ese estatus, al fallecer en enero de 1924, pero no la pretensión de impulsar internacionalmente la revolución socialista, ni para dejar los cimientos del aparato de la brutalidad represiva de la que se valió con lujo de violencia Stalin. Eso sí, el régimen soviético, desde entonces, le ha sacado raja política a la muerte de Lenin, a través de la siniestra práctica de exhibir —hasta el día de hoy— su cadáver como reliquia y muestra de idolatría a la revolución rusa y a la ideología comunista.

Es innegable que la revolución rusa gozó de una enorme buena publicidad y que ejerció cierta influencia en distintos movimientos revolucionarios en el mundo. En América Latina, destacadamente en la revolución cubana de 1959. Sin embargo, no es menos cierta la toxicidad que distintos regímenes y discursos de determinada izquierda populista siguen reproduciendo en la actualidad y cuyos orígenes fácilmente se pueden rastrear en la actuación de Lenin y en la glorificada y romantizada revolución rusa. Ese desdén por la democracia, la libertad de expresión –sólo hay una manera de interpretar el mundo– y de la libertad en su más amplio sentido es un recurso fácil con el que los autoritarios suelen descalificar a los adversarios políticos e ideológicos y llaman “democracia del pueblo” a sus modelos sectarios.

Finalmente, y en otro tema, agradezco a Ramiro Garza, Mario Navarrete, Adrian Castillo y, principalmente, a los lectores de La Razón, porque un día como hoy, hace once años ya, apareció en estas páginas mi primera colaboración. ¡Gracias totales!