Cortando madera

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

He estado cortando madera. De dos formas: con un hacha, reduciéndola a pedazos adecuados para nuestra minúscula chimenea, y con una máquina sencilla y poderosa: se trata de una especie de pistón gigante que a fuerza de presión parte en dos pedazos rebanadas de tronco de todos los tamaños, incluso algunas que parecerían inexpugnables (éste último es un trabajo al que los remolinos de la vida me han llevado). Este comercio con la madera desemboca inevitablemente en la introspección. ¿Por qué? Porque ella misma, la madera, es introspección, viaje al interior, movimiento centrípeto hacia el corazón de los asuntos materiales.

Partir troncos con un hacha es un ejercicio que también puede ser visto, si se quiere, como un arte, un movimiento limpio en el que el cuerpo, en perfecta coordinación consigo mismo, y a través de esa nueva extremidad o prótesis que es el hacha, entra con precisión en la veta elegida y separa en dos pedazos lo que fuera una unidad cilíndrica de savia y tiempo. No pediré disculpas por perderme momentáneamente en la textura, pues eso es precisamente lo que me provoca la madera. Billy Collins (un poeta que se poncha con frecuencia, pero que, a veces pega unos lindos dobletes) tiene un buen poema sobre el arte de partir troncos con un hacha. En él, Collins habla de la coordinación mano-ojo, pues la mano consigue lo que el ojo concupiscente desea cuando aspira a un punto en particular, una mínima fisura por la que la hoja del hacha puede ganar entrada y descender como un relámpago para conseguir la súbita apertura de la madera, una bisección tan perfecta que las mitades se separan de sí mismas en modo-espejo y caen a tierra “como gemelos con un disparo en el corazón”. El poeta también menciona la ocasión excepcional en que las mitades no caen separadas sino se quedan ahí, así, aturdidas, como si no pudieran creer su separación, “como dos amantes unidos secretamente, / ahora expuestos / y más desnudos que nunca”.

Lo del pistón es algo más denso y potente, lento y paquidérmico. Se entra en la madera a fuerza de presión y ésta revienta con un sonido oscuro y definitivo, mostrando la intimidad de sus largos trabajos, la resinosa ingeniería de sus anillos, tal vez incluso su conciencia vegetal. Pablo Neruda (jonronero puro) viene a cuento con su extraordinario poema “Entrada en la madera”, uno de los tres “cantos materiales” de ese libro perfecto que es Residencia en la tierra. Lo que dice puedo confirmarlo yo, que he estado manejando esa máquina para subdividir un árbol en rodajas y curiosear, tal vez, en los recovecos de su alma. En el poema se desciende, se cae “a una tenaz atmósfera de luto, / a una olvidada sala decaída, / a un racimo de tréboles amargos”. El poeta acepta la invitación de la noche oscura de la madera, la interpela: “oh rosa de alas secas” y se transfigura en una fuente de imágenes que pareciera brotar en el centro de un bosque secreto: “Poros, vetas, círculos de dulzura, / peso, temperatura silenciosa, / flechas pegadas a tu alma caída, / seres dormidos en tu boca espesa, / polvo de dulce pulpa consumida, / ceniza llena de apagadas almas…”

Enmudezcamos para escuchar el final del poema: “Y hagamos fuego, y silencio, y sonido, / y ardamos, y callemos, y campanas.”