Los invitados

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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El pasado 19 de septiembre, fecha ominosa para los mexicanos, cuando esperábamos que la tierra no se manifestara con una nueva, terrible recurrencia, ésta se desahogó del otro lado del mundo con la erupción de un volcán en la isla canaria de La Palma. Y, sí, previo a la erupción, tembló, porque la tierra siempre se mueve, en este caso con una serie de enjambres sísmicos que anunciaron el que sería el más largo estallido volcánico en la historia de la isla: uno piensa en un tronar de dedos planetario, en un estornudo de la orografía, pero la erupción duró ochenta y cinco días. Hay que repetirlo para calibrarlo: una erupción de ochenta y cinco días.

Este ajuste planetario, que es largo solamente para la dimensión humana, también es trágico solamente para nuestra dimensión, particularmente para la gente que encarna el constante desafío que representa vivir en un archipiélago creado, precisamente, por la actividad volcánica de la región. Y la ciencia, en la que confiamos y seguiremos confiando, no pudo precisar ni la ubicación ni la intensidad de la erupción, por la sencilla razón de que el suelo que pisamos no es una retícula cien por ciento predecible ni lo será jamás. En los límites del conocimiento humano es donde cunde la lava, es en las grietas de nuestras investigaciones por donde se ha filtrado el virus.

Una tragedia así lo pone todo en perspectiva. No dejo de pensar en la madre que le gritaba a sus hijos, con la lava del volcán calentando las paredes de su casa: “¡Traigan todo lo de valor!”, y ellos cargaron sin pestañear con sus videojuegos, dejando que otras posesiones ardieran. ¿Tú qué te llevarías?, me pregunto a mí mismo, que nunca he estado en una coyuntura tan aleccionadora y apremiante. Esa misma madre dice, hoy, que sólo hubiera requerido veinticuatro horas de anticipación para organizarse. Pero el volcán no espera, ni mide su respiración en días humanos, y sepultó su casa y su vida entera con esa determinación amoral de la naturaleza y del reino animal. Veinticuatro horas… ¿Cuántos días hemos gastado haciendo nada, o quejándonos de trivialidades, o siendo desmesuradamente frívolos, vanos, inconscientes? La vida cambia en un instante, te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba, como escribió la recientemente fallecida Joan Didion: alguien muere, estalla un volcán, tiembla bajo nuestros pies o inicia una serie de eventos concatenados que termina por afectarnos para siempre.

No deberíamos acostumbrarnos nunca a nada, me parece. El volcán en Canarias, la pandemia, que está por iniciar su tercer año, son manifestaciones muy sensibles de esa constante contingencia que se llama vida, una de cuyas lecciones no es, por supuesto, recurrir al miedo, sino a la resolución y a la conciencia, que a su vez traerán (porque también se concatenan estas cosas) gratitud y empatía. Las imágenes de la misma boca del cráter, que registraron los drones, o de las bombas de lava descendiendo por la ladera del volcán como bolas de fuego, además de azorarnos y asustarnos nos deben educar. Heidegger pudo decir que somos los invitados de la vida. También somos los invitados de la Tierra, no lo olvidemos.