Lo que saben los volcanes

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Estoy convencido de que vivir con vista directa al Popocatépetl y su eterna fumarola (que hace un par de semanas creció colosalmente) es una lección diaria de contingencia, de peligro y fragilidad y, por ello, de pasión de vida, como si cada día fuera el último. 

Los volcanes descuellan en el horizonte y nos recuerdan que los hornos del planeta necesitan, cada cierto tiempo, desahogarse. En la isla canaria de La Palma ese recordatorio ya se transformó en una terrible realidad el 19 de septiembre, esa fecha fatídica. Me resulta difícil despegar la mirada de esos ríos de lava devorándolo todo a su paso, amorales, como una fuerza ciega pero encendida y en camino

a la petrificación.

Los volcanes nos imantan (como los abismos). El filósofo presocrático Empédocles, que creía en la transmigración y que afirmó famosamente haber sido pájaro, arbusto, pez y niña, se aventó al cráter del volcán Etna convencido de su inmortalidad y de que regresaría del fuego convertido en un dios. Pero lo que el fuego devolvió no fue un dios sino una de sus sandalias… Esta historia ha inspirado grandes obras literarias, como el drama La muerte de Empédocles, de Hölderlin (“¿Morir? Sólo es un paso en la tiniebla”, le hace decir el poeta al filósofo) y el poema “Empédocles en el Etna”, de Matthew Arnold, en donde Empédocles interpela directamente al cráter: “¡Hiervan, vapores, / ruge, mar de fuego, / mi alma ansía conocerlos! ¡Recíbanme, sálvenme!”. Ese mismo volcán Etna es, curiosamente, una presencia constante en la poesía de Quevedo (“Etna, que ardientes nieves atesora”, cuya imagen de nieve que arde nunca olvidaremos), además del Vesubio, al que el poeta llama “jardín piramidal” y al que le dice, conmovedoramente: “¡Oh monte, emulación de mis gemidos!” Y es que los volcanes son como metáforas vivas y encarnadas en la superficie terrestre que resultan, en muchos casos, irresistibles para el arte (alimentando la antigua polémica sobre la muerte y la belleza).

Nuestro Dr. Atl fue embrujado por los volcanes, como si fueran un espejo de su fogosa personalidad, y no sólo los pintó obsesivamente, como sabemos (registrando el nacimiento del Paricutín junto a la lava ardiente), sino que les dedicó renglones elocuentes y a veces incluso inspirados, como ese ascenso al Popocatépetl que describe en Gentes profanas en el convento: “Ante ella se abrió un abismo de arena rodeado de rocas que subían hasta los grandes acantilados del volcán, y, sobre ellos, la gran cúpula de hielo se levantaba como una inmensa joya, llena de luz y de silencio. Junto a nosotros, dos rocas rojizas encuadraban el paisaje, paisaje terrible como el dolor”. También embrujada en una época por los volcanes, la poeta Anne Carson cierra su libro Autobiografía de Rojo en las faldas de un volcán en el Perú. Una leyenda quechua dice que hay seres que pueden entrar y salir del fuego del volcán. Esos seres son rojos y tienen alas, como Gerión, protagonista de la historia, a quien de cariño todos le dicen “Rojo”. Tal vez a Empédocles le faltaron las alas de Rojo. Tal vez no. Eso sólo el volcán lo sabe.