Rafael Rojas

El gran estallido colombiano

APUNTES DE LA ALDEA GLOBAL

Miles de personas salen a las calles para manifestarse en contra de la violencia que se vive en Colombia
Miles de personas salen a las calles para manifestarse en contra de la violencia que se vive en ColombiaFoto: AP
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Los más lúcidos historiadores de Colombia, David Bushnell, Marco Palacios o Jorge Orlando Melo, sostienen que la tan llevada y traída estabilidad de la democracia colombiana ha descansado, en buena medida, sobre el vértigo de cuidar una ficción de paz en un país en guerra. Desde 1948, cuando se produjo el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, ha habido guerra en Colombia: más de siete décadas de guerrillas y narcotráfico armado.

“Hablar de Colombia es hablar de la violencia”, dice Luciana Cadahia, profesora de la Universidad Católica de Chile. Sin embargo, la democracia colombiana, con su viejo pacto oligárquico y bipartidista, ha sido construida sobre el mito de que la guerra es algo que sucede en la selva, muy lejos de aquella isla de paz y leyes, que debe ser protegida con un ejército y una policía profesionales. La democracia es una plaza sitiada, en medio de un estado de naturaleza que se mantiene a raya con derroches de seguridad.

Lo que se vive en ese país en años recientes, entre las protestas populares de 2019 y el gigantesco estallido de los últimos días, es un quiebre de la frontera entre guerra y paz. Una frontera levantada, como un gran vidrio, para poner en práctica una doctrina de seguridad nacional de nuevo tipo, que se adaptó perfectamente a las condiciones de la Postguerra Fría y la expansión del modelo neoliberal de los años 90 para acá.

El estallido responde a agravios acumulados desde las manifestaciones de 2019, pero también al escalamiento de la crisis económica y política durante la pandemia. No llegarán lejos los análisis que quieran circunscribir la explosión generalizada a la impopularidad del ajuste fiscal que intentó promover el presidente Iván Duque y que ha debido retirarse para crear condiciones mínimas de administración del conflicto.

Pero estas movilizaciones masivas y heterogéneas, que no han dejado incólume ninguna ciudad importante del país, evidencian también el malestar con el estancamiento del proceso de paz tras el triunfo del No en el plebiscito de 2016, promovido por el expresidente Álvaro Uribe. El actual gobierno del presidente Duque y el partido Centro Democrático proviene directamente del uribismo y asume el legado de una larga y costosa política guerrerista.

La represión de las manifestaciones, con su uso indebido de la fuerza, como confirman decenas de muertes, cientos de desapariciones y miles de heridos, se presenta en perfecta continuidad con la estrategia uribista. El propio expresidente Uribe y el presidente Duque han reiterado, en estos días, los clichés argumentativos de esa política, que atribuyen la responsabilidad de las protestas al ELN, a los disidentes de las FARC, a agentes de Maduro, cuando no a vándalos y sectores marginados.

Desde los estallidos de 2019 se observa en América Latina una creciente criminalización de la protesta, lo mismo desde gobiernos de izquierda que de derecha, cuyo blanco preferido es la juventud inconforme. En el Brasil de Bolsonaro o la Cuba de Díaz Canel se han llegado a resucitar las viejas teorías sobre el “lumpen-proletariado juvenil” con el fin de encapsular en estereotipos las legítimas demandas de los manifestantes.

La negación de la legitimidad de las protestas va unida al intento de ocultar la represión. Organismos internacionales como Amnistía Internacional, Human Rights Watch, la ONU e, incluso, la OEA, han documentado y denunciado la represión en Colombia. La reacción de Duque y, sobre todo, de Uribe, ha sido muy parecida a la de Nicolás Maduro y Daniel Ortega: esas instituciones están “desinformadas”.

Aunque tardía, la decisión de convocar a una mesa de negociaciones con los colectivos que promueven el paro es correcta. En sus acuerdos y desacuerdos podrá verse la magnitud y la representatividad de perjuicios que afectan a indígenas, mujeres, jóvenes, trabajadores, clase media y víctimas de la violencia.