Valeria Villa

Una medicina

LA VIDA DE LAS EMOCIONES

Valeria Villa*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Valeria Villa
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Llevo más de 40 años haciendo deporte, que fue uno de los legados de mi difunto padre. Desde niña jugué tenis, corrí, hice gimnasia olímpica, patiné y nadé. Para casi todo era algo torpe pero entusiasta. En la adolescencia llegó la fiebre de los aeróbics. Eran los años 80. Visto en retrospectiva, aquellas clases no demandaban demasiado esfuerzo, pero era divertido ponerse leotardo, mallas y calentadores y bailar al ritmo de las Pointer Sisters.

En los años dos mil empecé a correr recreativamente y luego se apoderó de mí la obsesión por las distancias largas. Aunque era terriblemente aburrido, la euforia de las endorfinas me mantuvo corriendo durante una década. Corrí dos maratones, el primero lo sufrí y el segundo lo disfruté. Después me rompí un menisco y aunque con cirugía quedó como nuevo, perdí la vocación para invertir tantas horas en correr. Desde hace cinco años empecé a nadar y me di cuenta de que la alberca era el lugar que yo necesitaba para cansarme, para ejercitarme sin lesiones y hasta para aprender de empatía, porque nadar en un carril con personas que tienen distintos niveles de entrenamiento, es una oportunidad para desarrollar la gentileza, la consideración, la paciencia y la tolerancia. El carril es una microcomunidad que tiene sus reglas. Los que nadan más rápido salen hasta adelante y detrás de ellos, los demás. Hay quienes van arrasando a su paso, como si fueran a romper un récord olímpico. A veces te pegan con las paletas de entrenamiento o hacen la vuelta de campana a un centímetro de tu cara, para que te enteres de quien manda. En la alberca nada es personal y las reglas que rigen el carril, en el carril se quedan, aunque sí se puede ser un nadador educado o un patán. Nadar es un deporte democrático. No importan la estatura ni el peso. Tampoco las lesiones de rodilla o de espalda. Todos son bienvenidos en la alberca y el rango de edades va desde adolescentes hasta ancianos de más de 80.

Dejé la alberca durante los dos años de la pandemia y fue una de tantas pérdidas. La alberca estuvo cerrada unos meses, cuando abrió, yo ya estaba contagiada de terror al contagio. Decidí regresar a nadar hace unos meses porque necesitaba medicina para el cuerpo y para la cabeza: los rasgos obsesivos afloran libres para contar vueltas, brazadas, series y respiraciones. Cinco brazadas y respirar del lado derecho, 5 brazadas y respirar del lado izquierdo; salir a respirar cada 2, 4, 6 y 8 brazadas. Contar los toques para completar dos mil metros. Total que de tanto contar, nadar se vuelve meditación porque no se puede pensar en absolutamente nada más que en nadar y contar. Los neurotransmisores que se generan en la alberca funcionan como ansiolíticos y antidepresivos. Nadar amansa las neurosis y las locuras con las que nos torturamos. Se sale de la alberca con la mente más clara, con el cuerpo cansado y con el orgullo de haberse vencido a una misma otro día más. Al parecer me he vuelto una testigo de Jehová de la natación. Es que la vida sin el agotamiento que ocurre después de nadar es más ríspida, más colérica, menos paciente, más angustiada. Les digo, soy una fanática de la natación.