› Fotos Alejandro Sánchez Mociños
Han pasado 40 años, pero en la voz del fotoperiodista Alejandro Sánchez Mociños el recuerdo sigue vibrando como si fuera ayer. El 19 de septiembre de 1985, la Ciudad de México se estremeció a las 7:19 de la mañana y con ello también cambió la manera de contar la tragedia. Para él, que entonces apenas comenzaba a forjar su mirada detrás de la cámara, aquel día fue un parteaguas no solamente en la vida del país, sino en el sentido mismo de su oficio.
Alejandro Sánchez había entrado apenas a trabajar en el departamento de Comunicación Social del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). Con cámara al hombro, el encargo parecía simple: apoyar en tareas de registro. Nadie imaginaba que muy pronto tendría frente a sí uno de los desastres más grandes en la historia de México. El terremoto lo sorprendió no sólo como ciudadano, sino como un joven fotógrafo que de golpe descubrió la responsabilidad de documentar la catástrofe.

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“Yo no sé qué hice hace ocho días, pero el 19 del 85 lo tengo clarito. Todos sabemos qué estábamos haciendo cuando empezó a temblar”, dice Sánchez Mociños en entrevista con La Razón. Entre polvo, gritos y edificios colapsados, entendió que la fotografía no era sólo testimonio, sino también un acto de memoria colectiva. La cámara se volvió extensión de sus ojos, un puente incómodo, pero necesario entre el dolor de las víctimas y la urgencia de mostrarle al mundo lo que estaba pasando.
Recuerda cómo se organizaban en brigadas improvisadas para ayudar y, al mismo tiempo, documentaba. “Yo con mis compas bajábamos ollas de arroz de la productora donde trabajaba mi hermano, pegada a Televisa. Donde hubiera rescatistas, allá íbamos”, recuerda.
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Entre cargar víveres y accionar el obturador, el límite entre ciudadano solidario y periodista se borraba. Esa tensión definió a toda una generación de fotoperiodistas: no se trataba de observar desde lejos, sino de involucrarse, de arriesgarse con tal de registrar aquel momento histórico.
Una de las imágenes más duras sigue intacta en su memoria. El Parque Deportivo del Seguro Social (hoy Parque Delta), convertido en un improvisado depósito de cadáveres, era un lugar donde se cruzaban la brutalidad de la muerte y el deber del fotógrafo. “Ahí llegaban camiones con hielo para cubrir los cuerpos para que las familias pudieran reconocerlos. No los enterraban hasta que alguien confirmara”, cuenta. Fotografiaba no por morbo, sino porque entendía que esas imágenes serían el registro de un país fracturado o podían ayudar a alguien a identificar a un ser querido.
En el Parque Deportivo del Seguro Social se llevaron cientos de cuerpos recuperados, principalmente del Multifamiliar Juárez.

El Centro Médico Nacional fue otro de los escenarios más duros. Sus fotos registraron las ruinas, el colapso de la infraestructura y los cuerpos rescatados entre escombros. “Los chavos estaban hechos pedazos, uno sin un brazo, otro con el cuerpo rasgado. Pero sobrevivieron. Nosotros les decíamos los hijos del terremoto”, recuerda de los pequeños rescatados, en un relato que combina el instinto humano de proteger con el compromiso de documentar.
En el Hospital Juárez y el Hospital General, a pesar de los daños que hubo, surgió la esperanza cuando bebés que estuvieron enterrados durante días entre los escombros sin alimento, ni agua ni calor fueron rescatados. La mayoría fueron criados por sus familiares más cercanos, porque sus madres fallecieron durante el terremoto.
Los llamados Bebés Milagro, 16 en total, pronto se convirtieron en un símbolo de esperanza e inspiraron para seguir con las labores de rescate.
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Uno de ellos fue Jesús Francisco Santamaría, quien, a pesar de que fue hallado con una varilla enterrada en el costado derecho que le dejó múltiples secuelas, sobrevivió. Tenía sus puños apretados y en una de sus manos sostenía una medalla de la Virgen de Guadalupe.
LABOR DE OTRO TIEMPO. El oficio de entonces tenía otro ritmo, otro rigor. Los rollos fotográficos eran trasladados como piezas de oro: vuelos de mediodía, motociclistas esperando en el aeropuerto, químicos listos en la redacción para revelar. “Ese mismo día en la tarde tu foto ya estaba en el periódico. Hoy mandas todo por Internet, pero antes había códigos, había confianza. Hasta desconocidos te ayudaban a llevar el material”, dice. Cada fotografía era una carrera contra el tiempo, pero también contra el olvido.
Mientras los ciudadanos removían escombros con las manos, las cámaras registraban la otra dimensión del desastre: la incapacidad oficial. Después del sismo, el presidente Miguel de la Madrid recorrió con su comitiva el devastado Centro Médico Nacional y ordenó la demolición de los edificios dañados para iniciar una reconstrucción que buscaba devolver servicios médicos y esperanza. Pero la lente de Alejandro y de otros colegas captó algo más: la distancia entre el discurso y la calle.

“La gente lo criticaba, porque no había ido antes, porque no atendió como debía el desastre. La neta es que el pueblo reaccionó más rápido que el gobierno”, dice el fotoperiodista. En cada encuadre, la diferencia era evidente: mientras el poder aparecía blindado por el protocolo, la ciudadanía estaba a cuadro, en carne viva, sacando vidas de entre los escombros.
Alejandro Sánchez sostiene que fotografiar el 85 fue mucho más que cubrir una nota. Fue enfrentarse al límite de lo humano y, al mismo tiempo, entender que la fotografía era resistencia. “Esos rollos, esas imágenes, son la memoria de una nación que aprendió a levantarse”, dice. Lo que capturó su cámara no eran sólo ruinas, cadáveres y edificios desplomados, sino también la dignidad de un país que, en medio del dolor, se reconoció en su propia solidaridad.
Cuarenta años después, esas fotografías aún interpelan. La mayoría en blanco y negro, con grano, polvo y sombras, muestra la crudeza de una ciudad herida y la fuerza de una sociedad que no se resignó al silencio. Alejandro Sánchez sigue convencido de que ése fue el verdadero legado del 19 de septiembre: que la imagen se volvió un acto de memoria y el fotoperiodismo, un acto de vida.
LA FUERZA DE UN PAÍS. Las brigadas ciudadanas se multiplicaban por la ciudad. “Estudiantes y trabajadores se suman a los esfuerzos de rescate, trabajando sin descanso bajo los rayos del sol y entre polvo y humo”, señalaban los diarios. En pocas horas, la sociedad se convirtió en protagonista: cocinas comunitarias, centros de acopio y transporte de ayuda humanitaria mostraban que el país podía unirse de manera espontánea, sin esperar órdenes de autoridades. Que había una sociedad capaz de organizarse.
La cobertura periodística también destacó historias humanas de heroísmo. Reportes de la época contaban cómo un grupo de vecinos logró salvar a una familia atrapada bajo un edificio colapsado, mientras un voluntario llevaba agua y comida a quienes trabajaban en los rescates durante toda la noche. Estas historias se convirtieron en símbolo de la capacidad de los mexicanos para unirse en los momentos más difíciles.
La capacidad de organización fue un aspecto que también destacó el cronista mexicano Carlos Monsiváis. “Desde el 19 de septiembre, sociedad civil significa para diversos sectores, esfuerzo comunitario de autogestión y autoconstrucción, espacio al margen del gobierno y de la oligarquía empresarial...”, apunta en el texto “El día del derrumbe y las semanas de la comunidad”, publicado en Cuadernos políticos.
Décadas después, la memoria de aquel 19 de septiembre sigue viva en la conciencia nacional. Cada aniversario recuerda no sólo la devastación, sino también la fuerza de una sociedad que, frente a la pérdida y el dolor, demostró que juntos es posible superar los desafíos más grandes. La historia del sismo de 1985 no es sólo de destrucción, sino también la prueba más fiel de que algo cambió y sacudió al país.
“En los meses de septiembre y octubre la ciudad de México cambia. Marchan costureras, médicos, vecinos de Tlatelolco, vecinos de Tepito, enfermeras. La presión modifica muchas decisiones y la acción civil es elemento de gobierno”, bien observó Monsiváis.

