Las conservas

En el relato que presentamos a nuestros lectores, un suceso que parece cotidiano y familiar, incluso anodino, adquiere caminos insospechados que atraviesan la maldad, el suspenso y las alucinaciones para llegar a una meta absolutamente insólita. “Las conservas” confirma el sello original de la prosa siempre sorpresiva de Bibiana Camacho y forma parte del libro Instantes oscuros que publica Malabar Editorial y comienza a circular en febrero

Las Conservas Foto: Arte digital > A partir de una obra de Samuel von Hoogstraten > Luis de la Fuente > La Razón

—Tía, tía, ¿me escucha? ¿Tía?

—Tomás, ¿eres tú?, ¡Tomás, hijo!

—Tía, qué milagro, perdón por no haberle llamado, pero es que…

—Ay, hijo, qué bueno que me llamas, no sabes lo bien que me cae.

—Es que tía, necesito que…

Pero la tía no dejaba de hablar, y aunque el sobrino gritaba, sus palabras no tenían interlocutor. Estaba a punto de colgar cuando su compañero lo detuvo. Los dos tenían el auricular cerca de la oreja y escuchaban.

—Ay, hijo, es que me acaban de operar y hubieras visto las molestias que le tuve que causar a los amigos, como ya no tengo familia. Y luego las complicaciones, se supone que la operación era sencilla, cosa de nada dijo el doctor, pero a mi edad ya nada es sencillo, hijo. Desperté dos semanas después de la operación y la gente cercana me estuvo cuidando y procurando. No sé qué hubiera hecho sin ellos. Fíjate que hasta estuvo pendiente de mí doña Beatriz, ¿te acuerdas de ella? La de las flores. Ay, seguro que no, estabas bien chiquito cuando nos traía las flores frescas directo de Xochimilco, recién cortaditas. Ay, hijo…

La tía habló largo rato; el sobrino afirmaba con un pujido o hacía alguna exclamación para que la anciana supiera que la estaban escuchando. Al final, quedaron en que el sobrino la visitaría dentro de dos días. Un jueves por la tarde.

—Sí, tía, claro. Ahí estaré. ¿Qué le llevo, tía? ¿Qué necesita?

—Ay no, hijo, ahorita nada, solo compañía. Me llenaron la casa de víveres y tengo todas mis medicinas. A la mejor hasta te puedes llevar algo, no me gusta que la comida se eche a perder, y ya ves que yo siempre he comido poquito. Ay, hijo, no sabes el gusto que me da saber de ti después de tanto tiempo, tan mal que se la pasa una sola, indefensa, a la merced de la buena fe de los amigos…

La tía continuó hablando y el sobrino, que no encontraba oportunidad de despedirse, colgó a medio soliloquio. Su compañero le dio un zape, no muy fuerte, casi de cariño.

EL DÍA ACORDADO, A LAS SIETE DE LA TARDE, el sobrino tocó el timbre de la casona ubicada en la colonia Juárez. Los oficinistas pasaban de largo a su lado luego de la jornada laboral. Algunos iban en grupos, otros solos y cabizbajos. Unas muchachas dejaron una estela de perfume y cigarro a su paso, antes de dar vuelta en la esquina. Timbró otra vez y una vez más y otra. Dejaba pasar diez minutos aproximadamente antes de volver a intentarlo. Tal vez como ya no se despidió de ella, pensó que el sobrino no se presentaría. ¡Qué fastidio!

Llevaba un ramo de rosas amarillas esplendorosas. Miró a su alrededor, quizá lo más prudente sería regalárselo a alguna de las mujeres que pasaban por ahí a esa hora tan concurrida. Se quedó parado frente a la puerta, pero ya no esperaba que le abrieran, buscaba con la mirada a una mujer sola, de preferencia distraída que caminara sin prisa para poder obsequiarle el ramo.

Un escalofrío recorrió su espalda del lado derecho. Bruscamente, giró y vio la puerta abierta. Una diminuta viejecita arrugada le sonreía, mientras retiraba la mano que momentos antes había posado sobre el hombro derecho de Tomás.

—Ay, hijo, qué gusto verte. —Lo atrajo hacia ella con una fuerza inesperada y le rodeó la cintura. El sobrino levantó el ramo con una mano y con la otra rodeó los frágiles hombros de la mujer.

—Abrir la puerta de esta casa es muy complicado. Qué bueno que esperaste, siempre fuiste un niño paciente. —Tomás le sonrió, aliviado de que lo reconociera de inmediato y sin hacer preguntas.

Miró la puerta, que en efecto era un pesado portón de hierro. Caminaron por un pequeño jardín descuidado. Casi completamente cubierta por la maleza, se veía una fuente con un querubín de cantera que se sujetaba con picardía el pene diminuto, por donde alguna vez brotó agua. La mujer se recargó en el brazo del sobrino y del barandal para subir lo que a Tomás le parecieron demasiados escalones. La anciana empujó una puerta con vidrio biselado en cuyo centro estaba grabada la silueta de una mujer desnuda y voluptuosa. Entraron a una sala amplia e iluminada.

Foto ilustrativa de una mansión abandonada ı Foto: Especial

—Ven —dijo la tía y lo empujó hacia la cocina—. Ahí, mira. Arriba. Baja un florero para estas bellezas. No, ese no. No, el otro, el de colores. Ándale, ese.

Tomás depositó el ramo en la mesa. La repisa era más alta de lo que había pensado al principio. Se puso de puntitas y estiró el cuerpo. La tía seguía hablando, no paraba nunca. Por fin logró sostener el florero, que además pesaba más de lo que aparentaba. Trastabilló un poco y el florero se fue de lado, pero no alcanzó a caerse.

—Échale agua y acomoda las flores, hijo.

El muchacho acercó el florero a la tarja y giró la llave derecha.

—Hay que esperar un poco. En las casas viejas hay que ser pacientes, ya nada funciona como cuando eran nuevas, lo mismo ocurre con las personas. Ya ves cuánto tiempo me tardé en abrirte. Lo malo es que ahora la gente anda corriendo para todos lados y no tienen tiempo ni paciencia para nada, ni para ellos. Ya ni te conté que…

Las tuberías rechinaron y de pronto apareció un líquido gris y maloliente. El sobrino quitó el florero. Poco a poco el agua se tornó límpida y la peste desapareció. Enjuagó el florero, lo llenó a la mitad, le quitó la liga al ramo y acomodó las rosas amarillas. Miró satisfecho a la anciana, pero ella seguía parloteando sin prestarle atención.

—¿Listo? Muy bonitas. Ven, tráelas por acá.

Atravesaron un pasillo que desembocaba en una sala más amplia que la anterior. A mitad del techo, pendía un candelabro antiguo que bajaba a poca distancia de la enorme mesa redonda del centro.

—Aquí, creo que aquí quedan bien, ¿no? —La mujer señaló una mesa en donde, en efecto, las flores lucían muy bien.

LA ESTANCIA ERA OSCURA. El sobrino se percató de que, en cuanto atravesaron el pasillo, la casa se tornó más sombría. Y es que por ahí no se veía ninguna ventana. De las paredes tapizadas colgaban cuadros que representaban paisajes campestres con indios vestidos de fiesta y animales gordos. Calculó que ahí debía de haber una fortuna, quizá una caja fuerte. Aunque sospechaba que los objetos que adornaban las mesas, vitrinas y todos los rincones podrían ser valiosos, lo más práctico sería el dinero y las joyas.

—Ay, hijo, pero cuéntame, ¿dónde te has metido todos estos años? De pronto desapareciste y no supimos más de ti. Como si te hubiera tragado la tierra. La pobrecita de tu madre te anduvo buscando por todos lados. Luego se arrugó toda todita y se enfermó quién sabe de qué. Yo digo que de tristeza y angustia. ¿Dónde te metiste, muchacho, por qué te apareces hasta ahora? Ni una llamada o una carta, nada.

La mujer se quedó viendo el vacío, parecía que quisiera llorar, pero de sus ojos secos no salió una sola lágrima. Tomás sintió un escalofrío; el aire que se colaba por algún lugar incierto presagiaba lluvia. La mujer permaneció callada unos segundos, no parecía esperar respuesta. Su cabeza estaba en otro tiempo. De cualquier modo, Tomás se sintió obligado a contestar. No le pareció correcto, y mucho menos confiable, permanecer en silencio tanto tiempo.

—No me comuniqué, tía, porque yo creí que mamá no quería saber nada de mí, ya ve cómo era y luego me fui de tropa en un buque de carga. Y con tanto que aprender y tanto trabajo, siempre se me olvidaba, tía. Me embarqué en Veracruz… —Tomás contaba la historia, tantas veces escuchada, de su primo Pancho, que en cada borrachera afirmaba que esa había sido la mejor época de su vida, y aburría a la concurrencia con la repetición de detalles y vivencias que ya todos conocían de memoria. Pero la tía ni lo escuchaba, y de pronto lo interrumpió.

Tomás sintió un escalofrío; el aire que se colaba por algún lugar incierto presagiaba lluvia. La mujer permaneció callada unos segundos, no parecía esperar respuesta. Su cabeza estaba en otro tiempo

—Bueno, ya lo pasado, pasado está. Lo importante es que estás aquí con tu tía que tanto te quiere y vamos a recuperar el tiempo perdido. Ay, pero, ¡qué vergüenza! No te he ofrecido nada, ni un vasito de agua. ¡Qué vas a pensar! ¡Que tu tía es una tacaña! ¿Ya comiste? Seguro que no. Ahora mismo vamos a solucionar esta situación tan vergonzosa para la anfitriona de esta casa. Ven. —Sin esperar respuesta, lo jaló de vuelta por el pasillo hacia la cocina. Tomás caminó y caminó con la anciana colgada de su brazo.

LA DISTANCIA LE PARECIÓ MÁS LARGA y el pasillo más estrecho que antes. De las paredes colgaban mechones de ca-bello, cada uno con una inscripción en una plaquita. No recordaba haberlas visto antes, al llegar a la casa, aunque la verdad es que tampoco se había fijado mucho. Estaba un poco mareado y tenía sed. Entonces recordó que tampocohabía desayunado bien y concluyó que estaba un poco confundido por el hambre.

Cuando al fin llegaron a la enorme cocina, la tía abrió el refrigerador y sacó paquetes de carne, verduras, queso y otros alimentos. Con una rapidez impropia de su edad y aspecto, sacó cazuelas, encendió la estufa y sin dejar de hablar picó, frió, molió… En resumen: cocinó un estofado de res, arroz, verduras salteadas, y enchinó frijoles con chorizo.

Tomás estaba tan inmerso en la diestra exhibición de la viejecita, que se movía como una cocinera joven y experta, que se sorprendió cuando tuvo delante un cubierto dispuesto sobre un mantelito bordado, una copa con agua y otra con vino. Frente a su plato vacío había cuencos de cerámica blancos con los alimentos humeantes dentro.

—Anda, hijo, come, come. Nada me hará más feliz que verte comer. —La mujer se acomodó frente a él, en el otro extremo de la mesa. Sonreía con dulzura mientras partía una manzana con una navaja vieja y medio oxidada. —Ay, hijo, desde que murió tu tío, yo ya no soy la misma. No sé qué hacer en esta casa tan grande. A veces hasta yo me pierdo. En serio, hijo, no te rías.

Pero Tomás no se estaba riendo. Ahora su plato estaba lleno de comida, y aunque no tenía tanto apetito, una fuerza desconocida lo empujaba a tomar el tenedor, partir la carne en pedazos diminutos, como para un niño pequeño, y llevársela a la boca.

—¿Usted no come, tía? —preguntó con la boca medio llena.

—No, hijo, a mi edad ya casi no necesito comer. Mejor aprovecha tú, que estás muy joven y necesitas fuerza y energía. Yo ya no, yo con poquito combustible funciono. —Y lo miró satisfecha porque Tomás comía con urgencia, ni él entendía cómo es que le había entrado un hambre tan voraz de repente. La tía llenaba el plato una y otra vez, así como la copa de vino que Tomás también vaciaba continuamente.

Interiores de una casa abandonada ı Foto: Abandoned Central

—Muy bien, hijo, así me gusta. —La voz de la anciana lo sobresaltó, y Tomás emergió de un estupor paralizante que no supo en qué momento lo había sometido—. Anda, otra copita te va a caer bien —dijo la mujer, que luego se dispuso a recoger los trastes sucios.

Entonces Tomás se dio cuenta de queel guiso de carne estaba lleno de gusanos blancos que se retorcían entre la salsa, y que lo que le había parecido chorizo en los frijoles eran cucarachas gigantes, como las de la costa, rojas y panzonas. También percibió un olor a podrido y a quemado. Salivó y sintió arcadas. Se levantó espantado, pero las piernas no lo sostuvieron. No supo si se dejó caer en la silla o si las manos huesudas de la tía lo empujaron de los hombros hacia abajo. La náusea desapareció, pero el regusto asqueroso de la boca no.

¿CUÁNTO TIEMPO LLEVABA con la anciana loca? Ya basta de tantas amabilidades, se dijo. Sus compañeros ya deberían haber llegado. Se supone que lo ayudarían a escapar con el botín o, si las circunstancias eran favorables, esperaban que Tomás abriera y los dejara entrar. Debió someter a la anciana desde el principio. Ni él mismo entendía por qué se había dejado engatusar de esa manera. La mujer lavaba los trastes en el fregadero de la cocina y hablaba y hablaba. Pero Tomás no entendía nada. Su vista era borrosa y apenas escuchaba algunos sonidos. ¿Estaba envenenado?, se preguntó, y de inmediato sonrió como un bobo. Un bienestar de origen desconocido inundó su cuerpo. Ya se estaba dejando ir cuando escuchó la voz enérgica de Ramón:

—¿Qué pues, cabrón, vas a abrir o ya te fuiste? ¡Chingada madre!

Tomás se espabiló. Ahí estaban afuera, esperándolo. Tomás quiso gritar, abrió la boca y se lastimó la garganta, pero no logró emitir ningún sonido. La anciana ahora estaba de frente a él, lo miraba tan de cerca que sus facciones eran grotescas. Los párpados que enmarcaban los brillantes ojos negros estaban flácidos y arrugados.

—Ay, hijo, comiste mucho. Creo que lo mejor es que te recuestes a hacer la digestión, de preferencia échate una siesta. Ven, levántate, a ver.

Una fuerza siniestra que no provenía de la mujer lo levantó, lo tomó por las axilas y lo arrastró por un pasillo todavía más estrecho que los anteriores, luego por unas escaleras de caracol que le parecieron interminables. Su cuerpo fue depositado sobre una amplia cama, con un colchón suave y sábanas que olían a recién lavadas. Sus articulaciones se movían como las de un títere, no lograba imprimir fuerza ni control. Le quitaron los zapatos, levantaron sus pies y le acomodaron la cabeza en una almohada.

La mujer lo levantó, lo tomó por las axilas y lo arrastró por un pasillo todavía más estrecho que los anteriores, luego por unas escaleras de caracol

—Descansa. —Tomás intentó tomar la mano de la anciana, que acababa de rozar su frente, pero de pronto vio, detrás de ella, una figura robusta y oscura que lo aterrorizó.

Antes de perder el conocimiento, pensó que tal vez era una broma de Ramón. Él y la pandilla eran unos pesados y se la pasaban haciéndole bromas grotescas. Claro, la anciana no existe o es cómplice, pensó antes de caer en un abismo lóbrego e infinito.

ABRIÓ LOS OJOS POCO A POCO, un fuerte olor a naftalina lo hizo estornudar. Las punzadas en su cabeza se aceleraron. Apretó las manos contra las sienes como si pudiera detener la inflamación que sentía en proceso. La cabeza le iba a estallar en cualquier momento. Después de acostumbrarse a la oscuridad, se percató de que estaba en una habitación enorme. Quitó la cobija apestosa que lo cubría. El colchón estaba mullido y sin ropa de cama. La almohada era un amasijo de trapos húmedos y malolientes. Buscó sus zapatos a tientas y sintió una especie de pellizco. Ratas, concluyó de inmediato.

¿Qué había pasado, dónde había quedado todo el lujo y las atenciones? Se aclaró la garganta antes de llamar a su tía, pero se arrepintió de inmediato. ¿Y si la señora se dio cuenta de que era un ladrón y había llamado a alguien, al grandulón que vio tras ella antes de desvanecerse? Siempre cabía la posibilidad de que fuera una pésima broma de sus compinches.

Se amarró las agujetas de los zapatos, caminó hacia el frente, luego hacia la izquierda y después hacia la derecha. No encontró ningún apagador, pero lo más alarmante es que no veía ninguna puerta. Sus dedos recorrieron la estancia por todos lados. La madera de las paredes estaba astillosa, seca, agujereada y seguramente a rebosar de polilla. Tampoco había ventanas. Entonces, ¿de dónde provenía la escasa luz que le permitía no tropezarse con los muebles y distinguir una alfombra verde oscuro en la que sus zapatos se quedaban pegados un instante antes de poder dar el siguiente paso?

De pronto, algo se dilató en su interior. Gritó con todas sus fuerzas. Ya sin ninguna precaución, recorrió de nuevo la habitación, dando golpes en las paredes de madera, astillándose los puños y tropezando con los muebles, a los que ya no ponía atención. La luz languidecía suavemente, como si alguien estuviera apagando una lámpara, reduciendo la potencia de la iluminación poco a poco.

—¡No, por favor, no! ¡Abran la puerta, por favor, abran!

Por primera vez no intentó suprimir el llanto. Si era una broma y se burlaban de él, no le importaba, no era la primera vez ni sería la última. Si le estaban dando su merecido por delincuente, estaba dispuesto a recibir un castigo, pero no ahí, no encerrado, no así. Se echó en el suelo y ahí se quedó en posición fetal.

Un grupo de ratas le pasó encima a toda velocidad. Se levantó de un salto. Si había ratas ahí era porque podían entrar y salir. Tenía que haber una abertura en algún lado, un hoyo, algo. La oscuridad era casi total. Giró sobre su propio eje en busca de una luz, una señal, algo. Agotado y rendido, se acercó a la cama y se dejó caer en el colchón apestoso. Se quedó dormido de inmediato. El terror había acabado con sus fuerzas y su voluntad.

Cuando abrió los ojos, se encontró con la señora parada a su lado.

—¿Descansaste? Ya me habías espantado, dormiste horas.

El cuarto tenía el aspecto elegante y sobrio del principio. Las sábanas blancas seguían oliendo a limpio y la tenue luz del atardecer entraba por la ventana. Se incorporó adolorido, como si hubiera hecho un gran esfuerzo físico horas antes. Le pesaban las piernas y sentía un tirón en la espalda. Estaba aturdido y débil. Miró a la vieja con espanto, ¿qué clase de hechizo había conjurado? La anciana le acarició la frente:

—Ay, hijo, qué bueno que estás aquí, ya no me siento tan sola.

Tomás se incorporó de un salto y notó que tenía los zapatos puestos. ¿Había soñado o estaba soñando?

—Tía, me tengo que ir. Tengo cosas que hacer. No me puedo quedar más tiempo.

La anciana asintió con la cabeza y sin decir nada salió por la puerta por la que habían entrado al inicio. Tomás la siguió de cerca, temeroso de que la abertura desapareciera tras su tía.

Interior de una casa abandonada ı Foto: Pngtree

CAMINARON POR UN PASILLO interminable. Tomás sudaba por la ansiedad. En cuanto supiera cómo salir de ahí, la derrumbaría de un golpe y se marcharía. De todos modos, no había visto nada devalor en la casa: televisión, aparato de sonido, celular, nada. La vieja vivía como en el siglo pasado. Quizá hubiera joyas, pero no tenía idea de dónde buscar y tampoco quería arriesgarse a perderse en las habitaciones, pasillos y rincones de esa casa que parecía transformarse a cada respiro que daba.

Por fin, la tía llegó al final del pasillo y giró hacia la derecha. Tomás la siguió, pero en cuanto estuvo en el siguiente pasillo, la anciana se desvaneció. A pesar de que entraba luz por las ventanas, Tomás no podía orientarse. El nuevo corredor parecía igual de extenso que el anterior. Caminó de regreso por donde había venido, tanteando los muros. Encontró un pasillo que se bifurcaba hacia la derecha y otro más adelante hacia la izquierda. Ambos lucían exactamente igual al que recorría en ese momento. Las mismas ventanas, la misma luz, los mismos cuadros en los muros, el mismo tapete de formas geométricas que le daban vértigo.

—Hijo, hijo, ¿dónde andas? Ya es hora de cenar. —Escuchó la voz de la anciana a lo lejos, como si le hablara desde otra dimensión. Caminó de una galería estrecha a otra, cada vez más rápido hasta que se echó a correr. Iba y venía por pasillos idénticos sin puertas ni escaleras ni rutas de salida hacia ningún lado. Entonces escuchó a Ramón:

—¿Dónde se habrá metido este pendejo? —Tomás se asomó por una ventana y vio a Ramón acompañado de un hombre que no reconoció. Estaban en el zaguán de la entrada. No se explicaba cómo podía verlos tan claramente desde donde se encontraba, aunque ni siquiera él sabía dónde estaba ni cuál era la disposición de la casa que, por fuera, parecía mucho más pequeña.

—¡Ey, ayuda! Acá estoy. ¡Sáquenme de aquí! —gritó con todas sus fuerzas luego de que abriera la ventana. Los hombres ni se inmutaron. Miraban sus relojes y el tránsito de la calle. Luego hablaron entre ellos, pero Tomás ya no pudo escucharlos. Los vio dar media vuelta y entonces volvió a gritar: —¡No se vayan! ¡Aquí estoy! ¡Sáquenme de aquí! ¡Ayuda! —Cualquiera a esa distancia lo hubiera escuchado, pero los hombres siguieron su camino y se alejaron. Entonces sintió unas manos huesudas en sus hombros.

—Hijo, ¿dónde te escondes? Ven a cenar. —La tía ya bajaba por unas escaleras que Tomás no había visto antes. Fue tras ella y la rebasó. Pensó que una vez en la planta baja sería más fácil encon-trar la salida, pero desembocó en un comedor con una mesa enorme, alumbrada por dos candelabros de doce velas cada uno. Una vez más, estaba atrapado. Los muros estaban rodeados de vitrinas de diversos tamaños con platos, copas, vasos, adornos. En los escasos espacios vacíos había retratos grandes, medianos y pequeños que re-presentaban personas arcaicas que parecían vivas gracias a la luz titilante de las velas. Sin espacio para puertas ni ventanas, el ambiente era sofocante.

La anciana se sentó en la cabecera, en una silla de respaldo alto. Tomás daba vueltas y vueltas alrededor de la mesa, repasaba las paredes, miraba los ojos de los personajes en los cuadros.

—Siéntate, hijo, se va a enfriar la comida.

—No tengo hambre —alcanzó a decir Tomás con un hilo de voz antes de ocupar el asiento que la mujer le señalaba a su lado. Su voluntad estaba sometida por una fuerza desconocida que venía de su propio interior, como si un parásito se le hubiera metido dentro de las entrañas y de su cabeza, un parásito que actuaba sin atender a los deseos del huésped que lo alojaba.

Sin hambre ni voluntad, engulló la copiosa comida: pollo rostizado, arroz, ensalada, tortillas, rajas, agua y vino. En todo caso hubiera preferido una cerveza —pensó— y, en un descuido, había una cerveza frente a él. Una vez más, mientras comía, un sopor agotaba sus sentidos aletargados. De pronto el timbre de un teléfono lo espabiló.

—¿Quién será a estas horas? —La tía se levantó con brusquedad y se dirigió a una esquina del comedor. A pesar de su debilidad y abulia, Tomás la siguió y logró salir tras ella por un hueco en la pared que se cerró de inmediato.

Quizá hubiera joyas, pero no tenía idea de dónde buscar y tampoco quería arriesgarse a perderse en las habitaciones, pasillos y rincones de esa casa

LA MUJER SE HABÍA ESFUMADO DE NUEVO y el sobrino se encontró en una habitación llena de anaqueles con frascos de distintos tamaños. Olía a formol, cloro, pellejo chamuscado. Percibió un aroma dulzón, como de cosas fermentadas. Tomás caminó sin prestar mucha atención al interior de los frascos, hasta que le pareció que alguien lo observaba: un par de ojos enormes y negrísimos parecían mirarlo con atención desde el interior de un recipiente lleno de unlíquido espeso. Estaba rodeado de par-tes de cuerpos enfrascados, como si fueran conservas. Sólo entonces reparó en una gran mesa que estaba en medio de la habitación. Debajo de esta, había anaqueles con sustancias, frascos vacíos y objetos envueltos en telas pardas, amarradas con un cordón. Aunque la superficie de la mesa estaba perfectamente limpia, se notaban manchas oscuras que habían penetrado las vetas de la madera y formaban figurascaprichosas.

—Tomás, ¿eres tú? Tomás, ¡hijo!

—…

—Ay, hijo, qué bueno que me llamas, no sabes lo bien que me cae. —Escuchaba la voz de la tía a lo lejos. ¿Era un eco? Se sentía desconcertado. —Ay, hijo, es que me acaban de operar y hubieras visto las molestias que le tuve que causar a los amigos, como ya no tengo familia. Y luego las complicaciones. Se supone que la operación era sencilla, cosa de nada, dijo el doctor, pero a mi edad ya nada es sencillo, hijo. Desperté dos semanas después de la operación y la gente cercana me estuvo cuidando y procurando, no sé qué hubiera hecho sin ellos. Fíjate que hasta estuvo pendiente de mí doña Beatriz, ¿te acuerdas de ella? La de las flores. Ay, seguro que no, estabas bien chiquito cuando nos traía las flores frescas directo de Xochimilco, recién cortaditas. Ay, hijo…

Sintió que le faltaba el aire, un calambre recorrió todo su cuerpo; su corazón palpitaba con tanta fuerza que le dolía; los ojos se le inundaron de unas lágrimas tibias que rehusaron abandonar las cavidades.

—Así que hallaste mi colección. Son hermosos, ¿no te parece? Algunos fueron míos, pero no se lograron. Cosas de la genética, me dijeron. Otros fueron llegando solitos. A veces así funcionan las cosas.

La tía miraba embelesada los frascos y los acariciaba delicadamente con las yemas de los dedos. A Tomás le dio la impresión de que algunas de esas cosas vibraban cada que la mano huesuda de la anciana palpaba el vidrio que las contenía, como animadas por algo parecido al contacto humano.

Portada del libro "Instantes oscuros" ı Foto: Especial