Editar la realidad, la crónica según Martín Caparrós

En Larga distancia, Martín Caparrós escribió:“Viajar para contarlo tiene, también en estos tiempos de aviones y pantallas, algo de arcaico. […] Y el placer, para mí de hacer de la mirada pretendidamente neutra del reportero un ojo caprichoso. Esconderse en un cruce: deslizarse más acá del periodismo, más allá de la literatura, para ocupar un lugar sin espacio: escribir crónicas. Retratos del tiempo”. Este ensayo hace un recorrido por los libros del autor que guardan esos retratos

Editar la realidad, la crónica según Martín Caparrós Foto: Arte digital > A partir de Calle Al-Tahir (El Cairo), una fotografía de Maritza López.

La crónica parte de una premisa inquietante: con la realidad puede hacerse literatura. Esto muestra el poder abarcador de la literatura, que se vale de lo que sea —a través de una secuencia específica de palabras— para transformarlo en ella. Pero en lo que respecta a la realidad, la deja en un lugar más delicado: cómo es que tan enfática y segura de sí misma, tan inevitable, puede convertirse en otra cosa que no sea fatalidad. De hecho, durante milenios, se confundió o se equiparó a la literatura con la ficción, y esta noción sigue en pie, seguramente porque resulta tranquilizadora: en la imaginación puede suceder lo que sea, pero la realidad es como es. En cambio, cuando de la realidad se vuelve literatura inevitablemente se le cuestiona. ¿Por qué es así? ¿Podrían las cosas ser de otra manera? ¿Toda realidad es interpretación, es decir, tarde o temprano un malentendido? ¿Podemos entenderla, cambiarla?

Para no ser tan pesimistas y determinantes, podrían verse las cosas desde el lado opuesto y afirmar que la literatura restituye el misterio de la realidad, tan chata y anodina, ella, tan segura de sí misma y tan predecible. Normalmente, la literatura necesita recurrir a mundos imaginarios, tramas creadas y conflictos fabricados para producir una obra, bajo la hipótesis de que el arte es justamente eso que la realidad no es. Pero la crónica parte de un planteamiento sólo en apariencia más modesto: bien mirada, la realidad también puede ser literatura. Debajo de sus mecanismos evidentes, de su aspecto deslucido y de su suceder rutinario, hay algo —ya sea una secreta complejidad, una historia oculta o normalizada de tan escan-dalosa, un fragmento de belleza o de fealdad que es necesario resaltar— que vale la pena contar. La crónica es también, y en todos los sentidos, una exaltación de la realidad. Desconfía de ella, por supuesto, y la considera una sospechosa que esconde un secreto que es necesario revelar, pero a la vez —y seguramente a su pesar— la celebra.

ENTRE ESTOS DOS EXTREMOS, el del cuestionamiento y la celebración del mundo —fusionados gracias a su peculiar mirada—, transita la obra de no ficción de Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957). Esto puede apreciarse desde su primer libro de crónicas, Larga distancia (1992), una declaración de intenciones en toda regla, como resulta inevitable leer, a toro pasado, esta opera prima que, al publicarse, se sentía única y autónoma, ignorante de que anunciaba un largo proyecto.

Caparrós combina en sus obras entrevista, poesía, ensayo y vida personal ı Foto: Creative Commons

Larga distancia es una recopilación de crónicas de viaje, alternadas por algunas reflexiones del autor sobre la escritura y el desplazamiento, y por unas cuantas estampas ficticias de carácter histórico y literario. El carácter híbrido que caracteriza a toda crónica se veía enfatizado, así, al rodearse de textos a los que también sería imposible adscribir con certeza a un género, lo que confirma que la crónica, huidiza y pegadiza, atrae a las malas compañías. Intentos por definirla ha habido muchos, desde los académicos a los zoológicos —recuérdese el ornitorrinco de Juan Villoro—, y tarde o temprano todos llegan a la conclusión de que —con herramientas saqueadas de los géneros mejor portados y menos esquizofrénicos— la crónica es un trozo de realidad enriquecido o distorsionado, como se prefiera, por la subjetividad del escritor. En Caparrós, esa subjetividad se despliega en un estilo y un tono —en su caso son inseparables— que desde ese primer libro ya estaban allí: despiadado y discretamente tierno, iracundo y de pronto melancólico, irónico y burlón, vertiginoso en sus enumeraciones y elipsis, virtuoso en las figuras de descripción —de la etopeya a la prosopografía— y de repetición —de la anáfora al paralelismo—, pródigo en la referencia culta y el lenguaje coloquial —argentinísimo—, alérgico a la contención y el minimalismo, y obsesionado por la forma, que es lo mínimo que se le puede exigir a un género que aspira a editar la realidad.

También aquí, desde un estrictoinicio, estaba presente un tema, el viaje, que en este caso es a la vez un procedimiento y una forma de pensar y de ser. La crónica más bella es la de viajes, y toda crónica, más explícita o secretamente, es una de viajes, pero esto no conviene decirlo en voz muy alta, para no enfadar a los fanáticos del sedentarismo mental y geográfico. Como todo escritor latinoamericano, Caparrós corría con una ventaja, de la que era consciente hasta la exageración: al no tener Latinoamérica una tradición asentada en piedra de textos viajeros —como los ingleses o los franceses—, podía ver el mundo sin prejuicios, o mejor aún, con la completa libertad de producir los propios. Claro que este carácter adánico del viajero latinoamericano resulta falso, pues hay una tradición ya no tan secreta de textos nómadas en nuestra literatura, pero siempre se puede fingir que, una vez que se la ha leído con atención, se la desconoce. En todo caso, Larga distancia reivindicaba el derecho, la obligación o el capricho de —para decirlo con palabras de Sergio Pitol— ya no sólo fijar una mirada del mundo latinoamericano, sino de crear una visión latinoamericana del mundo.

Caparrós viaja a los lugares más predecibles y extraños, a veces motivado por las novedades en la sección internacional del diario —la Lima sitiada por Sendero Luminoso, la última crisis política de Haití o el movimiento cocalero en Bolivia— y a veces simplemente por el placer de mirar. El carácter noticioso que tuvieron las crónicas ahora es lo de menos, y se leen más como una instantánea de cómo fue un lugar durante un determinado instante, tan lejano que cada vez se parece más a una ficción. Otras veces, el cronista ni siquiera sabía —no tenía forma de saberlo— sobre lo que escribía, como las magníficas crónicas de los últimos días de Hong Kong como colonia inglesa o de Moscú como capital de un imperio cruelmente utópico que estaba por desmoronarse como un montón de piedras, que es como se desmoronan los imperios de novela. El lector puede leerlas, treinta años después de su publicación, como un testimonio histórico o como un texto en que da lo mismo si lo relatado alguna vez fue real porque ya no lo es, salvo en el breve lapso de la lectura.

EL MAL YA ESTABA HECHO: Caparrós había caído en la tentación de probar la manzana del mundo —al que de paradisiaco ya le quedaba muy poco— y, lo que es peor, de intentar entenderla. Continuó con la escritura de crónicas en diarios y revistas, que por un largo siglo fueron el hábitat natural del género, y algunas de ellas provocaron impacto, como “El sí de los niños” (2005), sobre la prostitución infantil en Sri Lanka, o “Claroscuros” (1996), sobre la tortura, desaparición y robo de bebés que la dictadura argentina cometió en contra de las personas con discapacidad, que incluso impulsó la reapertura de los juicios a los militares.

Sin restar importancia a estas crónicas aisladas, también vendrían los proyectos más ambiciosos, a los que no les bastaba con aparecer en las últimas páginas del suplemento dominical. Ejemplo de ello son Dios mío (1994), un viaje a la India con la excusa de llegar al áshram de Sai Baba, el gurú por entonces de moda, o El interior (2006), un delicioso viaje a través de toda la Argentina, desconocida para el escritor debido a que el propio país es el más difícil de conocer para cualquier persona, por aquello del pez y la pecera. Lo que demuestran estos dos libros es el alcance de su curiosidad, que va del país lejano y misterioso al pueblo localizado a unos cuantos kilómetros del lugar de nacimiento. El tratamiento literario de ambos es el mismo: una mezcla entre la extrañeza y la sorpresa ante la otredad y el reconocimiento y la resignación de que el ser humano sea el mismo animal en cualquier parte. Ello se aprecia de manera insuperable en La crónica (2015), antología de su obra de no ficción comentada por él mismo, en la que define al género para de inmediato rebatir su propio planteamiento, pues la crónica se resiste a cualquier prisión clasificatoria.

Caparrós viaja a los lugares más predecibles y extraños, a veces motivado por las novedades en la sección internacional del diario y a veces simplemente por el placer de mirar

EL MISMO CAPARRÓS se interroga por la necedad de seguir recorriendo el mundo para (re)escribirlo, y se responde en su libro más importante: “Hay situaciones donde lo más simple es tan difícil de entender, tan alejado. Son, supongo, las que me hacen seguir errando por el mundo”. El Hambre (2014) es, por más que la fórmula grandilocuente esté gastada, uno de los pocos libros realmente necesarios publicados en los últimos años, y fue escrito justamente para entender por qué hay cientos de millones de personas que sufren hambre, que mueren de hambre, que vivirán su corta vida entera con hambre o, en el mejor de los casos, con la permanente amenaza de tener hambre, pues los pocos alimentos que consumen lo van consiguiendo, cuando hay, día tras día. El hecho es escandaloso y, sin embargo, rara vez aparece en los noticiarios, cegados por la novedad, y que una persona muera cada cuatro segundos de hambre no es una noticia; es, de hecho, lo opuesto, la normalidad. Esta aproximación a una realidad exactamente escandalosa que sin embargo no lo es, muestra que la crónica puede concentrarse en asuntos significativos e imprescindibles, mientras que le deja al periodismo de clics y primeras planas la frívola soberbia de lo urgente.

Si existe algo parecido a una crónica total sería precisamente ésta. El cronista viaja a Sudán del Sur y a Argentina, a Chicago y a Madagascar, a Bangladesh y a Níger para hablar con los responsables de que el hambre exista; con quienes intentan paliar sus efectos más crueles; y, ante todo, con quienes la padecen. Pero el tema no se agota en unos cuantos testimonios ni con el recorrido por algunos de los sitios más miserables del mundo, sino que se ramifica en otros temas indispensables para mostrar todas las aristas de la situación, de Monsantoa las oenegés, de la bolsa de valores y sus fondos especulativos con alimentos a las peores hambrunas de la historia, de la obesidad a la desi-gualdad, de la relación entre alimentación y cultura a la de libre mercado y malnutrición, de la basura a la riqueza, de la ayuda internacional al racismo y el sexismo, y de la guerra a la paz, definida por nuestra época como el periodo en que los hambrientos del mundo no crean problemas.

. ı Foto: La Razón de México

La conclusión del libro no puede ser más evidente y desesperanzadora:el hambre es un problema político. No se trata de técnicas de producción, del clima, de guerras, de sequías ni de rasgos culturales. El hambre es una cuestión política, en un sistema que considera prescindible a un buen porcentaje de la humanidad. El hambre no es la evidencia de que el sistema actual no funciona, sino la prueba de su éxito, dentro de los valores que él mismo defiende:

Ahora dar de comer a los hambrientos sólo depende de la voluntad […] El mundo produce más comida que la que necesitan sus habitantes; todos sabemos quiénes no tienen suficiente; mandarles lo que necesitan puede ser cuestión de horas.

Esto es lo que hace que el hambre actual sea, de algún modo, más brutal, más horrible que el de hace cien años o mil años.

O, por lo menos, mucho más elocuente sobre lo que somos.

El tratamiento de un tema así, trágico y conocido, gastado e ignorado, suponía todo un reto. Uno de los mayores logros de la crónica es que se aleja lo mismo de la condescendencia predecible que de la objetividad tranquilizadora de quien no está dispuesto a mancharse las manos. Caparrós se enfurece, cuestiona, se entristece y en ningún momento cede a su convicción de que la izquierda debe centrarse en su demanda histórica de lograr una justa repartición de los recursos. Los datos están allí, pero también la explicación de cómo se llegó a las obscenas cifras del hambre y lo que éstas implican, social, económica y moralmente. La mirada integral al crimen del hambre exigía un abordaje complejo también desde el punto de vista discursivo, y eso es otra de las marcas de la casa: el autor narra lahistoria del hambre y la secuencia de su investigación, describe la realidad que mira y reflexiona sobre ella y también se interroga acerca de lo que está escribiendo, tanto desdeun punto de vista formal como ético. La crónica se revela así no sólo como una mera narración de algún episodio autobiográfico ni como la indagación más o menos minuciosa de un fenómeno social, sino como una forma de pensar basada en el cruce de la mirada y la experiencia personales con la investigación de campo y libresca. En última instancia, El hambre —y la crónica según Martín Caparrós— se sostiene en la certeza de que hay que mirar las historias diseminadas por el mundo para narrarlas y concebir ideas, no por otro motivo sino porque son las ideas las que han configurado al mundo tal y como lo conocemos.

Otros libros suyos los escribió basándose también en la exploración de un tema, como Contra el cambio (2010), dedicado al calentamiento global y a la paradoja de la ecología como ideología urgente y reaccionaria. También los hay, como Ñamérica (2021), los que pretenden resumir y poner en duda un lugar, y los que, de manera vertiginosa Una luna (2009), en sintonía con el ritmo de la actualidad, saltaron de uno a otro de los rincones más insólitos del planeta para dar cuenta del ánimo de una época que no acaba de entenderse a sí misma, como ninguna lo hizo, claro.

INTENTAR CLASIFICAR LOS LIBROS de Caparrós es complicado, debido a que las excepciones, aparte de ser muchas, suelen representar obras centra-les, como sucede con La voluntad (2006), coescrito con Eduardo Anguita, enciclopédica investigación sobre la izquierda armada de Argentina, o Amor y anarquía (2003), uno de mis preferidos. En él, se explora “la vida urgente” de Soledad Rosas, una muchacha porteña de clase media alta que viaja a Italia y, sorpresivamente, acaba militando en el anarquismo. Rosas es víctima de un montaje del Estado italiano para acusarla de terrorismo, lo que acaba conduciendo a su suicidio y al de su pareja. Recorriendo su vida, Caparrós habla del anarquismo y del amor, y de la rebeldía y la amistad —porque una crónica siempre toca algunos de los grandes temas a partir de historias en apariencia simples—, y se pregunta qué decisiones nos llevan a ser lo que somos y cómo construimos nuestras vidas, en caso de que lo hagamos.

Escrito durante una anunciada agonía, Antes que nada intenta recuperar, mediante su rememoración, algo de la vida que se le escurre de las manos

LA MISMA PREGUNTA SE PLANTEA en su libro más reciente, Antes que nada (2024), pero ahora a propósito de sí mismo. Tras el diagnóstico de ELA, disminuido físicamente y condenado a muerte, Caparrós emprende la escritura de su autobiografía, por la que atraviesa la historia reciente de Argentina y la (re)construcción de un género, la crónica, a través del cual relató el mundo que le tocó vivir y también, de manera más o menos secreta, se narró a sí mismo. En última instancia, toda crónica postula que la forma en que vemos el mundo, y cómo reaccionamos a ella, es lo que nos define. Escrito durante una anunciada agonía, el texto intenta recuperar, mediante su rememoración, algo de la vida que se le escurre de las manos. Harto de que la figura de la víctima se haya erigido como modélica en este tiempo y que su condición —auténtica u oportunistamente construida— sirva para justificar lo que sea, el escritor evade despiadadamente la autoconmiseración y la sustituye por su exacto opuesto, el lúcido cuestionamiento.

Antes que nada resulta el libro ideal para empezar a leer al escritor argentino —si se considera que la obra es el resultado de la vida—, y es también el que debe guardarse para el final —en caso de que se crea que la vida es el resultado de la obra—. El sabor que deja la lectura es agridulce; después de todo, es un libro que celebra la vida al tiempo que consigna cómo, con especial crueldad, se acaba. Esta aparente paradoja sostiene la obra de Caparrós, quien, refutado una y otra vez por la realidad, sigue saliendo a los caminos del mundo para maravillarse y sin embargo toparse con que, como escribió en alguna parte, “el presente siempre es, de algún modo, una decepción”. Contra esa condena, aunque lleve las de perder, se rebela la crónica según Martín Caparrós.