Te recordaba como el número de teléfono fijo de la infancia. Siete dígitos de otros tiempos, de otras décadas, inservibles hoy, pero intactos en la memoria. Nunca volví a marcarlos, aunque seguían vibrando en algún pliegue de mi mente. Llamé: “Estimado usuario, favor de verificar la marcación”.
Entonces te busqué en mis diarios de la adolescencia, empeñada en hallarte entre los trazos de la tinta antigua. Éramos los mismos, no éramos los mismos. Desde entonces queríamos transgredir, improvisar y ser distintos. Me llamaste y fuimos a patinar en hielo. La fiebre era demasiada y ni siquiera nos tomamos de la mano. Me caí, recuerdo bien el golpe, la vergüenza de azotar contra el piso helado y sólido. Como dices que es mi corazón. Un viernes me invitaste a un concierto, tomaste dinero de los ahorros de tu madre para pagar los boletos y te descubrió. Ojalá yo te hubiera robado un beso mientras tocaban mi canción favorita, tus amigos me habrían acusado de delincuencia juvenil.
SOLÍAS COMUNICARTE a mi casa con frecuencia. Levantabas el auricular, esperabas el tono, marcabas. Contestaba yo. Ring. ¿Bueno? Platicábamos por horas, secuestrábamos la línea telefónica, discutiendo los mismos temas que hoy nos siguen inquietando: el enigma que somos, la libertad, la vida. La muerte. En esa época no existía la pastilla suiza que planeas tomar para un suicidio asistido. Te propongo otra opción: ir a Londres, escuchar mil veces Bad Bunny desde el celular, podría ser una terrible y romántica forma de morirnos juntos. Si es que antes no nos matan los espasmos de nuestras furtivas citas de este último mes.
Seguiste apareciendo en mis sueños. En uno te pintaba el pelo de azul mientras intentaba fotografiar un globo rojo. Mis libros al fondo. En otro, tú y yo desnudos en una regadera, en una playa, nuestros perros. En esta vida podemos tener otras vidas, te advertí en una pesadilla mientras comía un pay de cereza frente a un perchero. Como de costumbre, me fijo en los detalles más absurdos y no en el significado.
DESPUÉS DE TANTO TIEMPO me sorprendió tu llamada. El encuentro de esa noche fue un reencuentro. No estaba planeado, igual que el amor o los accidentes, que al final son lo mismo. Le devolvimos al destino lo que creíamos extraviado o lo que nosotros postergamos sin razón. Nos encerramos en el cuarto de los libros, mi refugio del mundo, aquél que tampoco te acomoda a ti del todo. Cuéntame lo que has vivido en todos estos años, te pedí, sabiendo que lo que más me interesa es lo que dices con la boca y los ojos. Probaste la sangre que emanaba de mi cuerpo, sentí por primera vez la calidez del tuyo. ¿Qué edad tuvimos, diecisiete, treinta o cincuenta? Hablamos sobre una vejez compartida, probable, no sé si posible.
Lo que está pasando no sólo es el cumplimiento de un anhelo, sino una ominosa realidad, nuestra, es pasado y es presente, amor viejo y actual. Pero tú eres número ocupado y yo a veces no contesto o me encuentro fuera de servicio. En el futuro no me pidas mi teléfono. O mejor aún, dame el tuyo mal.
Deja tu mensaje.
*Dime las prosas como son.
