AUTORRETRATO DE REMEDIOS VARO

Permanecen frente a mí, envueltas en sudarios, las imágenes hermosas y terribles. Esas que dan testimonio del ángel clausurado en su propio terreno de extrañeza y luz, o del alquimista que anuncia con su hallazgo el triunfo de la herida y el arte. Son tan solo imágenes, temibles e inesperadas como la vida misma, señales de que el nuestro no es el único cuerpo que se mueve en la casa. Siempre hay otros. Utensilios cotidianos que llevan la herencia del crimen, mujeres que sostienen con sus uñas la cabeza del padre, manteles rasgados por manos desconocidas. Se diría que alguien reina sobre estas visiones, y teje con sus hilos invisibles nombres para unirlas al mundo, se diría que una criatura desterrada, predispuesta a la ciencia y la vigilia, reconoce la voz de todo lo secreto y lo revela ante la presencia inquieta de otros hombres. Hay una luz mortal que hiere los ojos, una morde-dura clara, hecha a imagen y semejanza de la belleza, una jugada del destino que transforma nuestras sombras en torres de sal. Miro a la que avanza desde el centro de la tarde y trae consigo las revelaciones, miro sus manos esquivas, sus pliegues brillantes como un violín bajo el agua, sus dedos que recorren la eternidad y el abismo. En cada una aparece la fórmula para llamar a Dios.
EL CÍRCULO DE LA ESPERA
Sobre el centro de esa región extranjera una voz antigua y sutil, como el lenguaje de los árboles, nos llama. La inmensa claridad del día atraviesa las cosas hasta romperlas, y junto a los muros las siluetas de los hombres se prolongan impulsadas por el movimiento del aire. Es la hora de lo terrible, de las palabras que no llegan a su destino, de la escritura que se detiene en el fondo de la sangre, de todo lo impronunciable y oscuro. Hemos ido demasiado lejos tras esquivar las abejas muertas que se cruzan a nuestro paso y reconocer un indicio de piedad en los ojos del asesino. Hemos iniciado un camino sin retorno, guiados únicamente por las imágenes del sueño y el rumor de la sombra que tarde o temprano nos llega. Es así como todo avanza. Nunca comprendemos la belleza de las cosas cercanas hasta que atravesamos una frontera invisible en el mundo. La línea que nos separa del origen, el espacio que no conoce la luz. Cuando el círculo de la espera se cierra y el jardín desconocido simula la casa de la infancia, asumimos nuestra condición de extranjeros. Sentados sobre una piedra, vemos los animales correr hacia las calles, como si nada sucediera, como si sus huesos fueran inmunes al disparo de Dios.
CAMILLE CLAUDEL

Temprano moldeo el barro, y con él, anticipo la palabra puesta en el centro de la miseria, la sombra del ángel condenado al hurto y el exilio, el soplo de los amantes que sobreviven al golpe del hierro. Es medio día y el calor hace brillar las paredes del taller. Junto a un cúmulo de pie-dras cinceladas, un grupo de hombres inventa la farsa de mi desnudez y prende fuego a mis manos. Giro en desacuerdo, lanzo frases a la muchedumbre, mientras sacudo el vestido hecho harapos, pero ellos revocan el mudo testimonio de mis dedos en llamas. Me avientan a la cama de púas, rodeada por puertas que no se abren. Ahora comprendo que nunca estuve en ningún sitio, siempre fui en otros, y cuando pronuncié las palabras conocidas, eran ellos los que hablaban.
CELEBRACIÓN DEL VIAJE
Aprendimos a celebrar al hombre y su palabra emigrante, esa que deja la casa de la infancia, el mercado por el que se hereda el oficio de matar moscas, o los minúsculos trofeos de hierro: engañosas evidencias de que el ajedrez y las manos, se sobreponen a Dios. No hay disfraz para cubrir la huida, o nombres que respalden las razones del viaje, solamente, una precaria e indescifrable necesidad ceñida a los huesos, marcada por los signos del desvarío y la renuncia. Una secuencia de hilos que sostiene al mismo tiempo la raíz de los árboles, y el pie del náufrago. A veces el camino se confunde con el centro de un paisaje cautivo, o un recinto que se divide y se multiplica hasta señalar el lenguaje secreto del mundo, otras, establece los vínculos entre el exilio y el aire, se adivinan las formas del hermano muerto, del animal doméstico, de todo lo que está del otro lado, en la estancia invisible, reservada al espejismo y las revelaciones. Tendidos en la mitad del día, algunos se resisten al tránsito, mientras vigilan todo lo que permanece en el tiempo, esa barraca hecha de remordimiento y hambre. Son los que están de pie, sobre el rostro de otros y se alimentan con un gesto invencible, ciego e inevitable como la distancia, con el tren del condenado a contemplar la procesión de sombras diferentes a la suya, con la cólera y el desdén del que encuentra improbable regresar a la plaza de los primeros años, y la recrea con símbolos ilegibles. De este lado, donde la vida sigue todavía en una quietud aparente, se entreabren las puertas que no conducen a ninguna parte, y manifiestan la verdad. Todos somos extranjeros de nuestra propia palabra. Después de viajar a las regiones de la voz, nadie sale ileso de sí mismo.

