Así empezó todo, Ciudad de México, 700 años

Hace 700 años, en este mismo lugar que no era más que un pedazo de tierra en mitad de cinco enormes lagos, un 21 de abril ocurrió un eclipse de sol, entre las 11:00 y las 11:06 A.M., que cubrió de sombras todo el valle. Las crónicas señalan el año 2-Calli, es decir, 1325 como el de la fundación de Tenochtitlán, raíz del imperio azteca. El Cultural rescata un fragmento de La Capital de Jonathan Kandell, que cuenta el origen mítico de la Ciudad de México.

Así empezó todo, Ciudad de México, 700 años Foto: Especial

Fue alrededor del año 1280 cuando los aztecas se introdujeron en Chapultepec e iniciaron la dificultosa transición de una existencia de cazadores y recolectores a un modo de vida agrícola sedentario. Chapultepec —nombre que se traduce como “Colina de los saltamontes”— estaba infestada de insectos, pero su tierra en declive era fértil y estaba regada por manantiales subterráneos. Los recién llegados rendían tributo a sus amos tepanecas en contribuciones de leña, cosechas de maíz y, sobre todo, servicio militar. Los aztecas eran guerreros feroces y pronto se ganaron fama por su crueldad.Transformaron a Huitzilopóchtli, su deidad colibrí relativamente benigna, en un dios de la batalla, y re-gularmente le ofrecían como víctimas para el sacri-ficio a los guerreros que tomaban prisioneros. El sacrificio humano y el canibalismo no eran considera-dos abominables, ni mucho menos, por las demás tribus del valle. Simplemente objetaban el hecho de que los aztecas elevaran estas prácticas de un ritual ocasional a festines regulares.

Alrededor del año 1300, la tribu de Culhuacán, que vivía en la periferia sureña de los lagos y surgió como principal rival de los tepanecas, envió una expedición a Chapultepec para someter a los odiados mercenariosaztecas. Fueron masacrados muchos aztecas y lo res-tos derrotados de la tribu fueron llevados a Culhuacán como esclavos. Al principio, los señores de Culhua-cán parecían decididos a humillar a los aztecas. Los relegaron a tareas serviles, como faquines, mensajeros, criados y labradores en las chinampas. Fueron obligados a vivir en un terreno hostil, sembrado de rocas y dentadas piedras volcánicas, e infestado de serpientes vene-nosas. Los aztecas no sólo sobrevivieron a este calvario, sino que resistieron el hambre comiendo serpientes.

Impresionados por la intrepidez de los aztecas, los señores de Culhuacán decidieron enviarlos a combatir contra una tribu rival cercana, los xochimilcas. Si los aztecas triunfaban, sus amos prometieron elevar su jerarquía de esclavos a mercenarios. Los aztecas aplastaron a los xochimilcas y trajeron miles de orejas enemigas como trofeos de victoria. Aunque espantado por los métodos bárbaros de los aztecas, el gobernante de Culhuacán, Coxcoxtli, los liberó de la servidumbre. Y cuando los aztecas solicitaron que una de las hijas de Coxcoxtli se casara con el cacique de ellos, aquél accedió también, con la esperanza de conservar la lealtad de estos brutales mercenarios.

Pero los aztecas habían estado alimentando secretamente su rencor contra la tribu de Culhuacán. No habían olvidado la masacre sufrida en Chapultepec, sus veinte años de servidumbre ni las largas temporadas de mera subsistencia en aquel yermo volcánico donde sólo medraban las serpientes. Cuando Coxcoxtli llegó al templo azteca, tosco, hediondo y humeante, para presenciar la ceremonia nupcial de su hija, le recibió un sacerdote vestido con una piel humana recién desollada. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad del Templo, Coxcoxtli lanzó un grito y retrocedió horrorizado: lo que envolvía al sacerdote era la piel de su propia hija. Había sido sacrificada a uno de los dioses aztecas. En vez de arriesgarse a ser aniquilados por las fuerzas superiores de Culhuacán, los aztecas huyeron antes de que Coxcoxtli pudiera reunir a su ejército. Cruzaron a remo los lagos hacia el norte, hasta una islita deshabitada que hallaron a corta distancia de las costas occidentales, donde sus antiguos amos tepanecas tenían su plaza fuerte y podían garantizarles protección contra la enfurecida tribu de Culhuacán.

Ésta fue la isla que las leyendas aztecas describen como la tierra prometida del águila devorando a la serpiente. La denominaron Tenochtitlán, y su asentamiento allí en 1325 es considerado ahora como la fecha oficial de fundación de la Ciudad de México.

TENOCHTITLÁN SE ALZABA en medio del lago de Texcoco, uno de los cinco cuerpos de agua interconectados que se extendían de sur a norte atravesando el Valle de México. Texcoco era el más extenso y situado más en el centro de los lagos. Debido a su ubicación en el fondo mismo del valle, recibía constantemente los suelos de nitrato arrastrados por las lluvias desde las cuestas circundantes, y sus aguas eran demasiado saladas para el consumo humano o la irrigación. Pero los aztecas se preocupaban más por el potencial estratégico de su isla que por la calidad del agua circundante. Querían tener una barrera natural entre ellos mismos y las tribus de tierra firme. Y aunque el lago era salobre, no carecía de vida, ni mucho menos. Abundaba en peces, ranas, tortugas y algas que se podían secar y enrollar obteniendo una consistencia similar a la del queso, así como miles de millones de huevos de mosquito que se espumaban de la superficie del lago y se machacaban hasta lograr una pasta rica en proteínas. Todos los lagos eran una parada temporal para las innumerables aves que migraban desde el hemisferio norte. Patos, gansos, cigüeñas y airones abundaban tanto, que era posible atraparlos por docenas colocando simplemente grandes redes entre grupos de cañas. La propia isla tenía suficiente agua dulce en manantiales subterráneos como para satisfacer las necesidades de los aztecas en cuanto a bebida e irrigación, por lo menos hasta algunas décadas después de su llegada.

Así empezó todo, Ciudad de México, 700 años ı Foto: Imagen: Especial

Poco después de establecerse en Tenochtitlán, los aztecas tuvieron que habérselas de alguna manera con la gran estrechez reinante en su pequeña isla. Pusieron en uso las técnicas de las chinampas, que habían aprendido de sus ex amos de Culhuacán. Construyendo islas artificiales, pudieron incorporar más tierra en Tenochtitlán y expandir el área habitable. El lago era poco profundo, ya que en casi todos los lugares tenía entre uno y tres metros de profundidad. No obstante, las chinampas requerían una enorme inversión de tiempo y mano de obra. Había que traer madera y piedra de la tierra firme, donde se adquirían con los pescados, los pájaros y otros animales que los aztecas atrapaban en su lago. Una vez que se colocaba un cimiento de madera y piedra en el fondo de una parte del lago contigua a Tenochtitlán, se amontonaban cañas y barro encima hasta formarse una sólida faja de tierra.

No se eliminaba toda el agua de las chinampas. Se dejaba que el lago se filtrara en la isla en expansión de Tenochtitlán por una serie de zanjas, con lo cual se creó una red de canales para facilitar el transporte. Los canales, llenos de canoas y barcazas, alternaban con sendas de tierra para peatones y cargadores de fardos. Se construyó también una telaraña de canales de irrigación para conducir las aguas desde los pocos manantiales hasta los plantíos de maíz y vegetales. Pocas décadas después de su asentamiento, Tenochtitlán era todavía una comunidad primitiva y destartalada de chozas principalmente de barro y zarzo, pero los proyectos hidráulicos y de la tierra la estaban conformando como una ciudad. [...]

. ı Foto: .

En 1375, ACAMAPICHTLI pasó a ser el primer monarca azteca. Su entronización sirvió como excusa para reorganizar radicalmente la sociedad y la política azteca. Los líderes de los clanes aztecas ingresaron en la corte de Acamapichtli como una nueva categoría de nobles, con muchos más privilegios y poderes que los plebeyos. Cuando la esposa de Acamapichtli resultó estéril, se le concedieron a él todas las amantes que quisiera. Fueron elegidas entre las hijas de los nobles de la corte, y los hijos engendrados por Acamapichtli mediante estas uniones fueron denominados “pipiltín”, o sea “hijos de señores”. Los pipiltín y los aristócratas más antiguos de la corte se atribuyeron también el derecho a tener sus propios serrallos con mujeres elegidas entre familias nobles y plebeyas, o capturadas en combate. Multiplicándose prodigiosamente durante las dos generaciones siguientes, los pipiltín y otros descendientes monopolizaron las burocracias administrativa, comercial, militar y religiosa en Tenochtitlán. Tenían sus propias escuelas militares y religiosas. Construyeron imponentes mansiones y palacios de piedra con brigadas de mano de obra reclutada, y se mantuvieron aplicando pesados impuestos a las cosechas de los plebeyos. Con el paso de los años, los pipiltín siempre defendieron su legitimidad aristocrática remontando su linaje —aunque fuese tenuemente— hasta Acamapichtli, y por extensión a los venerados toltecas. A principios del siglo XV, casi nada quedaba del sistema igualitario de calpulli o clanes que tan útil había sido a los aztecas durante su prolongada existencia nómada como cazadores y recolectores. La sociedad de Tenochtitlán se había vuelto tan centralizada y estratificada como cualquiera de las que había en el Valle de México. Para un plebeyo, la única posibilidad de escapar a su triste destino como labriego o trabajador de la construcción y sumarse a las filas de los pipiltín era destacarse en combate y capturar prisioneros para sacrificarlos a Huitzilopóchtli, el dios colibrí, cada vez más hambriento.

Temas: