ROSA
La rosa es campeona en pistas de cien [metros,no es corredor de fondo o velocista de distancias mayores.
Reina internacional de la belleza, pero reina fugaz y enemiga de largos maratones a la Loren, la Dietrich, sólo concursa bien refrigerada, o al saltar de su cama en la maceta, y en torneos que no duren más de un día [y una noche.
Eduardo Lizalde, Rosas, ed. Víctor Manuel Mendiola y Luis Soto, Ediciones el Tucán de Virginia, 1994.

Tony Méndez
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¿QUIÉN ES DIOS?
[…] ¿qué es todo lo demás? ¿el cielo azul? ¿los árboles que brotan? ¿el verbo que fue lo primero, como dicen las Escrituras, y que por la gracia nos da un entendimiento profundo? ¿qué es lo demás? ¿qué será? ¿quién puede decirlo? porque tiene que
haber un espíritu de Dios que esté en todo y
haga que las cosas sean algo más que una nada, que las transforme en sentido y en colores, y por tanto, piensa Olai, también las palabras y el espíritu de Dios deben de estar en todo, pues sí, seguro que es así, piensa Olai, aunque también está seguro de la existencia de una voluntad activa de Satanás, y lo que no tiene nada claro es si habrá más de lo uno o de lo otro, piensa Olai, porque seguro que luchan entre ellos, esos dos, para ver quién se impone, y seguro que estaban ya luchando en el momento en que se creó todo, piensa Olai, que Dios creara un mundo bueno y sea omnisciente y omnipotente, como dicen los beatos, eso no se lo ha creído él nunca del todo, pero que Dios existe, eso lo tiene claro, porque Dios existe, aunque esté muy muy lejos y muy muy cerca, porque Dios está en el individuo […] pero que Dios lo decida todo y que todo lo que ocurre tenga un sentido divino, eso no se lo traga, la verdad, tan verdad como que se llama Olai y es pescador y está casado con Marta […] existe un Dios, sin duda, piensa Olai. Pero está muy lejos, y muy cerca, aquí mismo está. Y no es ni omnisciente ni omnipotente. Y ese Dios no es el único que gobierna el mundo y a las personas… pero no cabe duda de que se despistó mientras creaba el mundo, piensa Olai, y dado que piensa así habrá que considerarlo un pagano, porque él no puede responder el credo, no puede, no está en sus manos, porque tampoco puede fingir no saber lo que sabe, y no haber visto lo que ha visto, y no haber entendido lo que ha entendido… diría que su Dios es más bien de afuera de este mundo, es un Dios que sólo se intuye al negar el mundo, sólo entonces se muestra, curiosamente, tanto en el individuo como en el mundo…
Jon Fosse, Mañana y tarde, trad. Cristina Gómez-Baggethun y Kirsti Baggethun, Nórdica Libros / De Conatus, 2023.
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LOS AMANTES IMPROVISAN
Las palabras que se dicen los amantes durante su primer orgasmo son las que presidirán en el futuro toda su comunicación sexual. Son momentos de absoluta improvisación, en los cuales los amantes se rebautizan, o rebautizan las partes de su cuerpo. Los nuevos nombres regresarán siempre durante el acto para constituir el códice que utilizarán en la cama. Estas palabras son inocentes y muchas veces poéticas en relación a lo que designan. A veces son también disparatadas. Nadie está libre de decirle a su mujer la noche de su primera posesión: “Alcachofa”. Y se fregó porque desde entonces, al poseerla, tendrá siempre que decirle “Alcachofa”. El día que no se lo diga, la habrá dejado de querer.
Julio Ramón Ribeiro, Prosas apátridas, prol. Fernando León de Aranoa, Seix Barral, 2024.

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UNA CIUDAD SEPULTADA
—Te daré una imagen de Pompeya —dijo la luna—. Me encontraba en el suburbio, en lo que llaman la calle de las tumbas, donde están los bellos monumentos, en el lugar en que, hace muchos siglos, los alegres jóvenes, con coronas de rosas en la cabeza, danzaban con hermosas hermanas de Lais. Ahora el silencio de la muerte reinaba en todas partes. Unos mercenarios alemanes, al servicio de Nápoles, hacían guardia, jugaban a cartas y a dados, y un grupo de extranjeros de más allá de las montañas llegó a la ciudad, acompañado por un centinela. Querían ver la ciudad que se había levantado de la tumba iluminada por mis rayos. Y les mostré las rodadas de las calles cubiertas con grandes losas de lava; les mostré los nombres en las puertas, y los letreros que aún cuelgan en ellas. Vieron en el pequeño patio las tazas de las fuentes adornadas con conchas; pero de ellas no salía ningún chorro de agua, ninguna canción se oía en las habitaciones suntuosamente pintadas, en las que el perro de bronce guardaba la puerta.
Era la Ciudad de los Muertos. Sólo el Vesubio dejaba oír el tronido de su himno eterno, a cada uno de cuyos versos los hombres lo llaman una erupción. […] el negro Vesubio se destacaba en el fondo arrojando fuego constantemente en un chorro recto como el tronco de un pino. Sobre él se extendía la nube de humo en medio del silencio de la noche, como la copa de un pino pero de un color rojo sangre.
Hans Christian Andersen, Diálogos con la luna. Libro de imágenes sin imágenes, trad. Esteve Serra, Centellas, José J. de Olañeta, Editor, 2010.
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EL LECTOR VAMPIRO
¿Qué es un lector vampiro? Bellow lo explica bien: no es el lector que lee para matar el rato o para divertirse, ni siquiera para hacerse sabio; todo eso es estupendo, pero el lector vampiro no lee para nada de eso: lee para sobrevivir. De hecho, podría incluso decirse que, propiamente, el lector vampiro no lee libros: los apalea, los acuchilla, les arranca las entrañas, les chupa la sangre, les roba el alma; no quiere leer los libros: quiere ser los libros, que los libros leídos pasen a formar parte, como dice Bellow, “de la propia sustancia”. Esta atroz carnicería suele ser un espectáculo horripilante, y por eso el lector vampiro procura llevarla a cabo sin testigos, como si se tratara del acto más íntimo de su vida íntima; y por eso también el lector vampiro suele ser un mal reseñista de libros –está demasiado absorto devorando las vísceras del libro para opinar sobre él–, pero no necesariamente un mal crítico, aunque como el libro ha pasado a ser sangre de su sangre, casi siempre sea muy difícil distinguir si lo que dice lo dice del libro o lo dice de sí mismo. En suma: este tipo de lector sólo lee en realidad para salvarse, ese verbo que desde hace cincuenta años es imposible escribir sin que se le escape a uno la risa.
Javier Cercas, No callar. Crónicas ensayos y artículos 2000-2022, Maxi Tusquets Editores, 2024.
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LLORAN EN EL MAR
La señora Isotta … flotaba casi en cuchillas, agitando los brazos, sin atreverse a mirar alrededor. Sólo sacaba la cabeza y sin darse cuenta bajaba la cara hasta el ras del agua, no para escudriñar un secreto, que ahora consideraba inviolable, sino con un gesto como el de quien se frota los párpados y las sienes contra la sábana o la almohada para secarse las lágrimas suscitadas por un pensamiento nocturno. Y en verdad, las lágrimas estaban ahí esperando, le presionaban las comisuras de los ojos, y tal vez la posición instintiva de su cabeza era justamente para verter en el mar esas lágrimas: tan perturbada se sentía, tanta era en ella la separación entre razonamiento y sentimiento. No estaba tranquila: estaba desesperada. En aquel mar inmóvil, recorrido a largos intervalos por la giba de una ola apenas insinuada, ella también permanecía inmóvil y, en lugar de lentas brazadas, agitaba las manos en medio del agua con un movimiento de súplica, y la señal más alarmante de su situación, que quizá ni ella misma percibía, era esa economía de fuerzas que debía respetar, casi como si la esperara un tiempo larguísimo y extenuante.
Italo Calvino, Los amores difíciles, trad. Aurora Bernárdez, Tusquets, 1991.
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NAPOLEÓN
Napoleón estaba loco, no de esa especie de desorden que afecta las facultades mentales, sino de ese desajuste de ideas que proviene del engreimiento y de la exageración, por el cual se amplifica todo,
por el cual se manda siempre sin nunca calcular; por el cual se gasta siempre sin nunca contar; por el cual, por último, a fuerza de haber vencido obstáculos, se termina por creer que se los vencerá siempre, o más bien que no habrá más obstáculos. La facilidad que Napoleón había encontrado siempre en la obediencia había terminado por persuadirlo de que su cargo, el suyo, se limitaba a mandar, y que la ejecución seguía infaliblemente a su palabra. Había reducido su papel a unas cuantas fórmulas: mandar y encargar a sus ministros ejecutar.
De Pradt, “Napoleón” en E. M. Cioran, Antología del retrato. De Saint-Simon a Tocqueville, trad. Santiago Espinosa, Hueders, 2015.

