
LOS ASCETAS INDIOS
Con la palabra faquir vienen enseguida a la mente la India y sus misterios. Un hombre, ataviado con turbante, capaz de levitar, tragarse espadas, caminar sobre basas o tumbarse desnudo sobre un colchón de clavos… Hazañas todas inexplicables que le valieron al faquir un epígrafe en el Diccionario de las ideas recibidas o Catálogo de las opiniones elegantes de Gustave Flaubert donde lo definía como “profesional de vanguardia”. Sin embargo, si nos detenemos a analizarlo, no es más que una fantasía nacida de la credulidad de los espectadores que acudían a admirar a estos “superhombres” en los espectáculos de variedades en la vieja Europa del siglo XIX. Los verdaderos faquires nada tienen que ver con estos exóticos personajes: son los santones sufíes que, tras hacer voto de pobreza, recorren los caminos viviendo en la mendicidad. En árabe, la palabra fakir significa “pobre”. Estos faquires no demuestran ningún poder mágico, sino que visitan lugares sagrados y cantan himnos religiosos. El equívoco pudo haberse originado al confundirlos con los místicos hindúes (sadhus). Estos ascetas viven de limosnas y se imponen penitencias físicas con el fin de elevarse espiritualmente, afirmando que, a fuerza de oraciones y fuerza de voluntad, “los dioses les otorgan” la capacidad de realizar milagros.
Isabelle de Couliboeuf, El pequeño libro de la India, trad. Mariola Cortés-Cros, Tutifruti editorial, 2024.
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JOYAS DEL MAR
Las ostras grises con pliegues como faldas sobre las conchas, las ostras cubiertas de percebes unidos a la falda por breves tallos, y pequeños cangrejos que trepaban por ellos. A estas ostras podía ocurrirles un accidente, un grano de arena podía caer entre los pliegues de sus músculos e irritar su carne hasta que ésta, para protegerse, recubriera el grano con una capa de fino cemento. Pero, una vez iniciado el proceso, la carne seguía cubriendo al cuerpo extraño hasta que una corriente lo desprendía o la ostra era destruida. Durante siglos, los hombres habían buceado y habían arrancado las ostras de los lechos y las habían abierto con sus cuchillos, buscando esos granos de arena cubiertos. Multitudes de peces vivían cerca del lecho para vivir cerca de las ostras devueltas por los buscadores y mordisquear los brillantes interiores de las conchas. Pero las perlas eran accidentes, y hallar una era una suerte, una palmada en el hombro dada por Dios, o por los dioses, por todos ellos.
John Steinbeck, La perla, trad. Horacio Vázquez Rial, Edhasa, 1999.

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COMPAÑEROS DE VIAJE
Mi visión trágica pero realista de la vida ha influido desde hace mucho tiempo en mi relación con quienes buscan mi ayuda. Aunque existen muchas expresiones para describir la relación terapéutica (paciente / terapeuta, cliente / consejero, analizante / analista, cliente / facilitador y la más reciente —y, con mucho, la más repulsiva— usuario / proveedor), ninguna de estas expresiones transmite con precisión mi percepción de la relación terapéutica. En cambio, prefiero pensar en mis pacientes y en mí mismo como compañeros de viaje, un término que elimina las distinciones entre “ellos” (los afligidos) y “nosotros” (los sanadores).
A medida que avanzo en la vida, formo relaciones íntimas con muchos de mis colegas terapeutas, conozco a figuras destacadas del campo, brindo ayuda a mis antiguos terapeutas y maestros, y me convierto yo mismo en maestro y guía y he llegado a comprender el carácter mítico de esta idea. Todos estamos juntos en esto, y no hay terapeuta ni persona alguna que sea inmune a las tragedias inherentes a la existencia.
Irvin D. Yalom, The gift of therapy, an open letter to a new generation of therapists and their patients, trad. Fernanda Pérez Gay J., Harper Perennial, 2017.
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LOU REED
El fantasma de Lou Reed ha venido conmigo, no me lo puedo quitar de encima. Se ha pegado a mí. Se ha dado cuenta de que lo veo, de que lo escucho, y se ha sentado en el sofá de mi apartamento.
—¿No me pides un autógrafo?
—Luego, si acaso, sí, claro, pero luego –le digo, pues no sé cómo decirle que es imposible que su mano toque un bolígrafo, que su mano ya no existe.
Quiere que abra la nevera para ver qué tengo dentro. La abro, y cuando ve que no tengo más que una manzana y una botella de agua se ríe, porque le recuerda a su frigorífico del apartamento de Christopher Street, cuando era joven, cuando tenía veinte años, en 1962, y vivía todo el día en la calle, cuando era nadie y nada, lo mismo que es ahora.
—Si no me hubiera drogado tanto de joven, no me habría muerto con setenta años, habría aguantado, como Dylan o Mick Jagger –dice.
—Tú nunca fuiste como ellos –le digo.
—Eso es verdad –dice, y se desvanece y ya no hay nada.
A menudo pienso en cómo debió de cerrar los ojos por última vez Lou Reed. La viuda, la cantante Laurie Anderson, nunca dijo gran cosa. Dijo que lo último que hizo fue un ejercicio de taichí.
Manuel Vilas, El mejor libro del mundo, Ediciones Destino, 2024.
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SONIDO Y SILENCIO
El sonido permea nuestra existencia. Cuando el entorno resulta amable, el sonido es grato. Así, el sonido es el anfitrión de nuestra presencia en esta vida. Vigila que nuestra fugaz estadía sea soportable. Entendiendo por sonido el arte de la música. Y el arte de la palabra. Como en las percusiones. Y en las lenguas que nos preceden y que no están a nuestro alcance. Quizá por eso las voces emanadas de una fuente de sonidos las sintamos en carne propia, por el peso específico del silencio. Que es la articulación entre ambas, entre las palabras y a música. El silencio. Como el cordel de las cuentas de perlas. Como el cordel de los rosarios que todos hemos tenido en las manos. Eso que no se ve, pero sin cuya presencia no se entenderían ni la música ni las palabras, es el silencio.
Eusebio Ruvalcaba, Los ojos de las mujeres. Aforismos desde el umbral, El Tapiz del Unicornio / Fundación Eusebio Ruvalcaba, 2018.

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FOTÓGRAFOS Y ESCRITORES
Los maestros de la imagen se enfrentan a los maestros de la palabra, y por diferentes que sean sus medios, ambos deben “construir”, escoger y montar. En esta relación, corresponde al fotógrafo la labor más importante, incluso la de hacer notar en el escritor su narcisismo (lo que quieren comunicar de sí mismos, cómo quieren que se les “vea”). En los casos más logrados ha ocurrido que los escritores (y obviamente no sólo ellos) han descubierto algo de sí mismos que ignoraban, o sobre lo que no habían reflexionado, gracias a la imagen que de ellos ha hecho un fotógrafo que “sabía ver”.
Goffredo Fofi, “Cómo me ves” en Escritores, Grandes autores vistos por grandes fotógrafos, trad. Alfonso Rodríguez Arias, Art Blume, 2014.



