En el orden estamental de Ernst Jünger destacan las figuras del Trabajador, el Soldado Desconocido y el Emboscado. Resulta difícil en un espacio tan breve hablar de esta trinidad de fuerza, honor y libertad. Y sin afán de descartar su importancia de un plumazo, cosa imposible cuando se trata de las ideas jungerianas, es posible señalar que las dos primeras figuras han perdido cierto lustre debido al auge de la automatización, la gran bête noire del maestro alemán.
Por un lado, el honor de Soldado Desconocido, que el propio Jünger ya veía opacado en la transición de la primera a la segunda Guerra Mundial, su sentido caballeresco, tanto en la elección del dolor como ordalía interior, como en la cortesía de ver de frente al enemigo y reconocerlo en su plena humanidad, se ha venido abajo con la automatización de la guerra: los misiles son enviados digamos a control remoto, y la masacre reduce a mera estadística las vidas humanas.
Sucede algo parecido con el Trabajador. Frente al orgullo de ser su propia fuerza de trabajo, el fordismo lo cambió en un engrane más en la banda de ensamblaje, que lo despoja de todo conocimiento para convertirlo en colocador de una sola pieza; el caso más drástico para la figura del trabajador, es transformarlo en un esclavo moderno que come y duerme en su propio lugar de trabajo para que todos podamos tener un teléfono inteligente o una prenda de fast fashion a bajo costo. Finalmente, tanto los robots como la Inteligencia Artificial amenazan con acabar definitivamente con la era del Trabajador.
NO OCURRE ASÍ CON EL EMBOSACDO al contrario, su figura crece en importancia precisamente gracias a las amenazas de la guerra sin rostro, el trabajo esclavizado y la democracia ayuna de ideas, y convertida en un mero procedimiento con el cual las oligarquías en turno traspasan el poder. Justo de este modo comienza el ensayo “La emboscadura”. Ernst Jünger detalla esta figura, el pequeño hombre de la masa que, en unas elecciones escenificadas, que sólo ofrecen la oportunidad de “un acto de aclamación”, dice No.
Allí, donde la mayoría debe resultar “imponente no sólo por su número, sino también por los signos de una superioridad moral”; allí junto a los grandes hombres y las grandes mujeres que son el espectáculo irritante de “la mediocridad asociada a un poder funcional enorme” porque “los fraccionamientos y las pulverizaciones” que llevan a cabo no presuponen “ni cultura ni carácter, antes al contrario esas dos cualidades resultan nocivas”, allí el No resulta “un voto que no puede considerarse perdido, aunque es cierto que se lo emite desde una posición perdida”. Empero, “es precisamente esto lo que le confiere un significado especial”.
Y cuando ese No se carga de peligro o amenaza por parte del Estado, surge el emboscado. Aquel que “posee una relación originaria con la libertad” y debe armarse con la fuerza de “las tres grandes potencias: el Arte, la Filosofía y la Teología” donde ya la “autoría” es sinónimo de “independencia”.
Este emboscado no es el súper hombre en el sentido nietzscheano, al contrario, este individuo no es una excepción, “se halla oculto en el interior de cada uno de nosotros” e intenta alcanzar una victoria espiritual que no signifique meramente “la fundación de escuelas de yoga” (la ironía está sincronizada con nuestra época, a pesar de que el texto original data de 1951). Porque no “podemos limitarnos a conocer en el piso de arriba la verdad y la bondad mientras en el sótano están arrancando la piel a otros seres humanos como nosotros”.
El objetivo del emboscado “no se limita a puros reinos interiores”, igualmente insuficientes como “limitarse a objetivos reales”. En el primer paso hacia la emboscadura, se presuponen dos cualidades, inicialmente “el emboscado no permite a ningún poder, por un superior que sea, que le prescriba la ley, ni por la propaganda ni por la violencia”. En segundo lugar, no sólo utiliza los “medios y las ideas propias de su tiempo, sino que mantiene el acceso a unos poderes que son superiores a los temporales”, es decir, intenta una conexión con el mito, “la realidad atemporal que se reitera en la historia”.
Este es un tema que atraviesa como un rayo buena parte de la obra de Jünger: la voluntad de reconocer lo eterno en los fenómenos, de no dejarse llevar por el disfraz puramente provisional de los hechos o de las personas, lo importante es la recurrencia y una suerte de tipología en el carácter de los seres humanos. De este modo, las personas (las mejores) representan potencias; y los actos, la eterna lucha contra los poderes que intentan coaccionan la voluntad de los individuos.
Asimismo, el hombre tiene herramientas de ayuda o de escape eternas, la emboscadura es un ejemplo. Es “proclamar la voluntad de depender de su propia fuerza y afirmarse en ella”, ser guerrero, juez y sacerdote de sí mismo. Y a pesar de que suena como un asunto meramente físico, en realidad, lo que busca al escapar de los “demonios” entendidos como disfraces de “un solo y único poder”, así como del “acontecer meramente zoológico”, es “domeñar el tiempo”. Es frente a lo necesario, aquello de lo que resulta prácticamente imposible escapar, a saber, “lo técnico, lo típico, lo colectivo”, la posibilidad de trazar la impronta que sólo el hombre libre pueda dar al destino.
El bosque no es un espacio físico sino mental, la morada de seguridad, el refugio, pero también lo extraño, lo desconocido. Si la realidad es paralizante, emboscarse es el conocimiento de la “historia in nuce: el tema, que sufre infinitas variaciones en la infinita diversidad del espacio y el tiempo, es siempre el mismo”. El hombre va al bosque a encontrarse con el peligro, pero sobre todo a recuperar su alma, aquello eterno que le permite juzgar y tomar decisiones atemporales. Puede parecer una suerte de retiro del mundo secular, y el propio Jünger sugiere que los Padres del Desierto, o los gnósticos ya conocían el valor y la fuerza de la emboscadura; sin embargo, para Jünger no es replegarse, sino un ejercicio soberano de la libertad.
Este emboscado se halla oculto en el interior de cada uno de nosotros e intenta alcanzar una victoria espiritual.
Emboscarse es la voluntad de descubrir en uno mismo la pertenencia a un orden superior, ese espacio de silencio donde podemos recobrar los derechos a la soledad, y a la individualidad; es comprender que existe un principio que nos une con el Todo, aunque, sólo es posible acceder a este saber tanto a un esfuerzo y a un ideario personales, como al íntimo deseo de trascendencia. Emboscarse es una aspiración antigua, ya fray Luis de León, lo expresaba de este modo: Vivir quiero conmigo, / gozar quiero del bien que debo al cielo, / a solas, sin testigo, / libre de amor, de celo, / de odio, de esperanzas, de recelo.