Hay algo más importante que la lógica: la imaginación.
—ALFRED Hitchcock
MÉXICO, CENTRO DEL MUNDO

Botellazos desde la tumba
La primera invasión extraterrestre que vi en el cine fue una donde los atacantes eran liderados por Wolf Rubinsky en la señera cinta Santo, el enmascarado de plata contra los Marcianos (México, 1967). Ahí, Argos, es decir Rubinsky, decidía comenzar su conquista planetaria en nuestro país, en su capital. La prefirieron por sobre Londres o Nueva York. En ese entonces, supongo, la gente veía más plausible que eso sucediera.
No era la única película donde México era el centro del universo. En el Conquistador de la Luna (México, 1960), Clavillazo viajaba a nuestro satélite natural en una nave inventada por un genio nacional y una vez más lograba detener la intentona alienígena. De la misma manera que Piporro, gracias a su encanto norteño, lograba evitar otro embate extraterreno al tiempo que enamoraba a la piloto de La nave de los monstruos (México, 1960).
Luego, tal vez gracias a la corrupción, al deterioro económico y político del sistema, el mexicano se dejó de ver como parte del concierto mundial, contentándose a ser una especie de país de segunda, o incluso, de tercera. Sin embargo, nuestra nación siempre ha estado en el centro del imaginario universal, ya sea como Infierno o Paraíso. Pero claro, el México de las películas no es el México real. Nunca lo será de la misma manera que París o Nueva York o Londres no son realmente las ciudades que aparecen en pantalla.
GEOGRAFÍAS IMPOSIBLES
La ciudad y todo lo que abarca acaban convirtiéndose en clichés que sirven para ayudar al espectador a descubrir ese territorio que ellos creen conocer. Por ejemplo, en Ronin (Reino Unido-Estados Unidos, 1998), John Frankenheimer nos muestra una Francia completamente diferente a la real, donde los autos pueden ir en sentido contrario en avenidas principales sin que la policía nacional haga su aparición. También rompe cualquier tipo de pacto con la realidad porque de una calle se salta a otra, o simplemente de un viaje de una ciudad a otra transcurren pocos minutos. Se viaja de Niza a París como si ambas ciudades estuvieran a un par de horas en carretera.
Evidentemente nada de esto lo sabe el espectador promedio, ni tiene cómo saberlo; no se trata de un documental. Lo importante son las intrigas y las persecuciones. En Identidad desconocida (Estados Unidos, 2002), la primera de las cintas de la saga de Jason Bourne, su director Doug Liman, rompe las calles de París, Marsella y Berlín. Hay una obsesión de los estadunidenses por crear persecuciones en las calles estrechas de la Europa continental, sumada a la habilidad de los especialistas franceses, que logran que las ciudades del mundo más transitables a pie se conviertan en pistas de carreras para pequeños Audis, Citröen y otros autos de cuatro plazas.

Asimismo Berlín, Londres y París, Los Ángeles y Nueva York son urbes con una geografía cinematográfica que no corresponde a la real. Restaurantes que se ven vacíos, pero que en la realidad están llenos de gente; puentes que se ven increíbles en las tomas, pero que en vivo están carcomidos por la sal; idílicas bancas que ya no existen y recorridos que no pueden hacerse porque no corresponden con la realidad. Incluso existe un restaurante, el Quality Cafe, que por ser tan icónico, con sus sillas estilo años cincuenta, con sus cafeteras viejas y su barra de madera, cerró definitivamente para convertirse en un escenario de series y películas. Es decir, decidió, por cuenta propia, volverse ficción.
REALIDAD Y FANTASÍA
La última película que causó sensación de Woody Allen fue Vicky Cristina Barcelona (Estados Unidos-España, 2008), en la que mostraba un triángulo romántico entre dos mujeres y un hombre, un macho ibérico. Fue un éxito de crítica y público en todas partes menos en España, donde vieron como falsos los tópicos de los españoles y, peor aún, las distancias entre ciudades. Había quien decía: “nadie toma un avión de Oviedo a Barcelona”. Entre los críticos aficionados había quien afirmaba con burla, por ejemplo: “La historia es tan poco creíble… un mundo bohemio de pintura, fotografía, poesía, arte en general... y viajando en jets privados, viviendo en palacetes de ensueño, disfrutando a todas horas de vinos de 100 euros la botella... a los americanos les entrarán ganas de venir a España, porque después de pintarla así no hay quien se resista”.
Pese a eso, la cinta fue un exitazo de crítica y público a nivel mundial. Fuera de España no es que la gente creyera que así era en realidad el país, a fin de cuentas existe una convención, un contrato con el espectador al que se le pide que durante esta hora y media lo que te voy a contar será real.

Hitchcock afirmaba en broma y en serio: “El cine no es un trozo de vida, es un pedazo de pastel”, es decir, que el cine no está ahí para representar la realidad, sino para hacerla mejor. Y en mi opinión, también retratar lo peor.
Nadie en su sano juicio espera que haya extraterrestres destruyendo la Casa Blanca cuando se visita Washington, como tampoco espera que un robot exterminador venido del futuro salga volando desde el cristal de una tienda en Los Ángeles. Pero en países poco representados en el cine, se siente una rareza extraña cuando se les ve reflejados en pantalla.
UN FUTURO DESOLADOR
Eso nos pasa a los mexicanos. Hace tanto tiempo que México no estaba representado en pantalla que nos extraña cuando aparece en ella. Por ejemplo, la cinta Sicario (Estados Unidos, 2015), dirigida por el canadiense Denis Villeneuve, inicia con una potente escena de un traslado que supuestamente sucede en Ciudad Juárez, pero en realidad fue filmada en la Ciudad de México, en la alcaldía Iztapalapa, eso sí, hay algunas escenas intercaladas en el norte de México. La idea es que Juárez se viera violenta y peligrosa, nada parecido a lo que es realmente, una urbe fronteriza, desértica, pero bien trazada y organizada. En el cine “retrata” mejor el oriente de la ciudad para dar una idea de frontera violenta y salvaje.

Ese mismo oriente (Neza e Iztapalapa) fue utilizado para mostrar la decadencia del futuro en la cinta de ciencia ficción Elysium (Estados Unidos, 2013). Los productores no necesitaron siquiera un poco de CGI o algún otro efecto especial digital, simplemente un vestuario pertinente y echar mano de los habitantes del Bordo de Xochiaca para recrear un mundo que vive en el apocalipsis tecnológico. Lo irónico es que la productora Tristar, además de pagar los permisos del municipio, donó cien mil pesos en equipo de cómputo a la comunidad, mismo que acabó yéndose al Elysium 1 de los funcionarios públicos porque desapareció.
De alguna manera, México es una especie de distopía desde el punto de vista anglosajón, porque es también en El vengador del futuro (Estados Unidos, 1990) donde nuestro país es telón de fondo para una cinta en la que el futuro no es tan luminoso. En ella la Glorieta de Los Insurgentes y la entonces renovada estación de metro Chabacano, representaron parte del futuro caótico y medio fascista del film.
Ese mismo oriente (Neza e Iztapalapa) fue utilizado para mostrar la decadencia del futuro en la cinta de ciencia ficción Elysium (Estados Unidos, 2013).
En otro ejemplo, para abaratar costos David Lynch, pero en especial el productor italiano Dino de Laurentiis, decidió filmar Dune (Estados Unidos-México, 1984) en nuestro país. El problema fue que la infraestructura urbana de aquellos años llenos de corrupción hizo que muchas personas se enfermaran, principalmente del estómago, convirtiendo en un infierno la filmación. Pese a todo y debido a que dejaron gran parte de los decorados, posteriormente el actor y director Caballo Rojas y su troupe decidieron utilizarlos para filmar la extraña y sicalíptica cinta Dos nacos en el planeta de las mujeres (México, 1991).
TIERRA SALVAJE
Sin embargo, México no es simplemente un lugar apocalíptico, en el cine es más bien la tierra del forajido, donde las reglas no se siguen y donde el ojo por ojo es moneda común. No hay nada como las cintas del oeste para representarlo. Pero es en los spaghetti western donde esas representaciones rozan el grand-guignol, ahí la sangre y la violencia se amalgaman en una vorágine de tiros, sangre y pólvora. De Sergio Leone a Sergio Corbucci, y de Damiano Damiani a Antonio Margheriti, pasando por sus herederos norteamericanos (Sam Peckinpah y Robert Rodriguez, por mencionar solo dos), los mexicanos representados nunca son los héroes, sino más bien la parte más grotesca y malvada del filme.

En Django (Italia-España, 1966), por ejemplo, todos los villanos son en su mayoría mexicanos, aunque todos sean encarnados por extras españoles e italianos. Ninguno de los que caen bajo el fuego de las balas tiene algún tipo de redención, porque todos y cada uno de ellos merecen su muerte. Corbucci reincidiría con El Mercenario (Italia-España, 1968), con otra historia donde los revolucionarios mexicanos tienen poco o nada de honorables.
Sería su tocayo Sergio Leone, quien aportaría un personaje, si bien igual de taimado, pero con más profundidad, Tuco. En El bueno, el malo y el feo (Italia-España-Alemania, 1966), el Feo, encarnado por Eli Wallach, es mexicano y pese a que es tramposo y ladrón, va más allá de los estereotipos. Tiene un hermano religioso al cual odia y al mismo tiempo respeta. De nombre completo, Tuco Benedicto Pacífico Juan María Ramírez, el Feo, vive desesperado por el dinero, pero no por la avaricia, sino por el deseo de alejarse de la pobreza. A diferencia de sus competidores, El hombre sin nombre y Ojos de ángel, Tuco, es un personaje entrañable, que acaba seduciendo al espectador.
Esta misma ambigüedad se ve representada en la cinta ¡Agáchate, maldito! (Italia, 1971), del mismo Leone, donde un revolucionario irlandés del IRA y un ladrón mexicano se enfrentan contra el gobierno porfiriano luego del robo a un banco. El ladrón mexicano iba a ser representado por Antonio Aguilar, pero por problemas de agenda el cantante fue reemplazado por Rod Steiger. Una vez más la Revolución mexicana es representada como un caos, llena de violencia, donde el bien y el mal son poco claros.

Con esta cinta quiero destacar que mientras en México este evento histórico se representaba como el principio fundacional de un régimen, donde los héroes y los villanos eran evidentes, en el resto de la cinematografía se mostraba el caos que en verdad fue. Incluso, la violencia y las muertes crueles eran casi prohibidas en el cine patrio. Es hasta hace unos años que diversos filmes documentales hechos en esa época mostraban la verdadera barbarie que aniquiló a miles de personas. Mientras en las cintas de El indio Fernández la gente recibía un balazo y caía limpiamente en la trinchera, las escenas filmadas in situ muestran pies gangrenados, manos amputadas y ojos perdidos por balazos o por enfermedades.
Pero el paroxismo de la violencia en el western vendría no de Italia, sino de Estados Unidos. En La pandilla salvaje (Estados Unidos, 1969) de Sam Peckinpah, un grupo de ladrones roba un banco y decide escapar a México. Para los bribones estadunidenses, la frontera siempre es el lugar ideal para escapar, la tierra mítica donde la ley no los alcanza. Desde Bill, en Kill Bill 2 (Estados Unidos, 2004), quien huye a Oaxaca, pasando por El largo adiós (Estados Unidos, 1973), en el que Terry Lennox desaparece en Baja, todos buscan ese sitio paradisíaco frente a la playa donde podrán gozar de su riqueza mal habida. Pero los ladrones liderados por William Holden no saben que fueron engañados, y al escapar hacia nuestro país deben enfrentarse al corrupto general Mapache, al que le da vida Emilio El indio Fernández.
Los ladrones liderados por William Holden no saben que fueron engañados, y al escapar hacia nuestro país deben enfrentarse al corrupto general Mapache, al que le da vida Emilio El indio Fernández.
Fernández viene a representar a todos los líderes corruptos de Latinoamérica, a los que se sumaría luego Pedro Armendáriz y posteriormente el hijo de éste, Pedro Armendáriz Jr. Ellos darían rostro a dictadores, presidentes crueles y corruptos, pero nada comparado con el despiadado y terrible general Mapache, ni siquiera el coronel de El topo (1970), representado por David Silva.
Sería Robert Rodriguez, el director texano, quien llevaría al extremo estos clichés de lo mexicano como salvaje, hasta reventarlos. En su trilogía El Mariachi, toma todas esas convenciones y las acaba desdoblando para hacer ficción de la propia ficción. En la cinta final, Érase una vez en México (Estados Unidos, 2003), un guiño a la cinta crepuscular de Sergio Leone, los mexicanos viven en un golpe de Estado perpetuo, pero esta vez conocemos quién mueve los hilos, la CIA, es decir, el gobierno estadunidense. Y también deconstruye la geografía patria convirtiendo a San Miguel de Allende en Sinaloa.

MÉXICO EN FRANCIA
Si bien es comprensible la obsesión estadunidense por representar a su vecino, con el que comparte una extensa frontera y con el que ha tenido una agridulce relación desde hace siglos, el gusto de los franceses por nuestro país me parece verdaderamente curioso.
Por un lado están las cintas donde México es un sitio hermoso, exótico y salvaje, que hace posible cualquier historia. Si bien comparte esta idea con la visión anglosajona, la diferencia es que los franceses conceden honorabilidad a sus habitantes. Por ejemplo, en Les Pyramides bleues (Francia, 1988), la esposa de un hombre muy rico se interna en nuestro país en busca de una vida espiritual. El marido, un varonil Omar Sharif, envía a un emisario para regresarla a su lado sin saber que sería él, quien acabaría enamorándola. México se muestra como un sitio lleno de magia con hombres tan bien plantados como Pedro Armendáriz Jr. Lo mismo se repite en La Chèvre (Francia-México, 1981), en la que una mujer desaparece y una pareja, en este caso Gérard Depardieu y Pierre Richard, son enviados a recuperarla, en una Bahía de Acapulco que, pese a su decadencia, sigue teniendo cierta belleza.

Pero es en el cine negro en donde el francés ve cierta heroicidad en nuestro país. Por ejemplo en Le Rapace (Francia-Italia-México, 1968), nuestro personaje principal, encarnado por el increíble Lino Ventura, decide armar una insurrección en Veracruz por el simple hecho de ganar dinero. Es él, el buitre, quien juega sus cartas y quien no tiene ni un ápice de redención. Dirigida por José Giovanni, es lamentable que no se conozca más en tierras mexicanas.
Mención aparte merece Coplan ouvre le feu à Mexico (España-Francia-México, 1967), en el que el cine galo buscó a un James Bond baratón y en lugar de mandarlo a un sitio más allá de la cortina de hierro, deciden enviarlo a nuestro a país, ¡para buscar obras de arte robadas por los nazis! Huelga decir que fue filmada en Europa, y que todos los personajes mexicanos son protagonizados por españoles. Cómo se nota que los italianos eran coproductores.

Es, sin embargo, en estas dos últimas cintas donde nuestro país representa una especie de arcadia feliz: En Le Chanteur de Mexico (Francia-España, 1956), el cantante vasco francés, Luis Mariano, recrea un viaje lleno de canciones, bailes y alegría en tonos pastel —gracias a la saturación de colores del Eastmancolor y el Cinemascope— para mostrar un México idealizado, híbrido de Andalucía y opereta a la francesa. El tema principal, Mexico, así, sin acento, es una canción de mariachi con cierto toque de comedia musical que fue un éxito arrollador en Francia. Es más, no se puede subir hoy en día a un autobús lleno de franceses sin que, al decir que vienes de México, te acaben cantando el coro chillón de Mexico, Mexiiiiico, tagadagada tagadagada tsoin tsoin.
L’homme au masque d’or (Francia, 1991), por increíble que parezca, cuenta la historia de Fray Tormenta, un sacerdote que se vuelve luchador para sacar adelante a sus huérfanos. Lo que es curioso es que el original Fray Tormenta tomó la idea de la lucha de una vieja película mexicana llamada Señor Tormenta (México, 1963) para subirse al ring. En la cinta gala, es Jean Reno quien se da de costalazos para reunir dinero para los niños desamparados. Lo interesante es que esa historia posteriormente sería retomada para la cinta Nacho libre (Estados Unidos-Alemania-México, 2006), que vuelve a recontar el mito del padre enmascarado.

MITOS Y VERDADES
Desgraciadamente, aunque nos pese, la representación de nuestro país tiene algo de verdad, somos al mismo tiempo un destino mágico y bello, aunque peligroso. No podemos decir que vivimos en un lugar sin violencia cuando somos el tercer país con más homicidios en el mundo, sólo debajo de Myanmar y Colombia, además de hospedar a muchos de mayores cárteles del mundo.
Tampoco podemos dejar de apuntar que tenemos muchas cosas a nuestro favor, historia, gestas históricas y una rica cultura, que de una u otra forma es representada en el cine, desde la franquicia de James Bond hasta esas cintas donde los turistas visitan nuestras playas.

Pero pongámoslo de otra manera, nosotros también pensamos, gracias a las películas, que en Londres siempre está lloviendo y la comida es horrible, lo cual es cierto; que en Países Bajos hay molinos de viento y tulipanes, lo cual es cierto; que los estadunidenses van armados y hay disparos en las escuelas, lo cual es rigurosamente cierto. Tal vez el cine sólo muestra la realidad exacerbada.

