Libros y librerías. Los templos de papel

Escribir libros es fácil; sólo hace falta pluma, tinta y papel. Imprimir libros resulta algo más difícil, porque a menudo el talento se complace en tener un carácter de letra ilegible. Leer libros es aún más difícil, debido a la dulce somnolencia de la lectura. Pero la tarea más ardua que puede emprender un hombre es la de vender un libro, eso escribió en su momento el historiador y poeta Felix Dahn. Iván Farías se ocupa de uno de esos eslabones de la industria editorial

Librería Alejandro Rossi en la Biblioteca de México José Vasconcelos.
Librería Alejandro Rossi en la Biblioteca de México José Vasconcelos. Foto: Fuente > Creative Commons

…No sabía que tocar un libro pudiera proporcionar tanta alegría.

—HELENE HANFF

En casa siempre hubo libros, estaban en su lugar, es decir, en los libreros, en la mesita de noche y también en lugares donde no deberían de ir como en el baño, algunos roperos e incluso en los complicados cajones de la cocina, que siempre estaban a una receta más de papel para acabar escupiendo todo su interior. Para mí, los libros siempre habían estado ahí, no sabía de dónde venían o cómo llegaban, simplemente abrías una gaveta y salía uno. Algunos aparecían en la sala, en las peluquerías, junto a las revistas de nota roja y a veces también llegaban a la escuela. Los libros de texto gratuitos, a mí me parecían todos bellos pero mi favorito era el de Lecturas. Cómo disfrutaba leer esas antologías con cuentos y poemas e incluso nanas, que tenían historias que a la fecha recuerdo, por ejemplo, el de “La increíble escalera que servía para bajar”.

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Finalmente, un día descubrí que todos provenían de las librerías. Lo supe cuando acompañé a un tío, gran lector, a El Sótano, librería que era verdaderamente eso, un sótano, aunque ahora, con tantas remodelaciones, el descenso casi no se nota. Fue ese mismo sitio que frecuentaba el chileno Roberto Bolaño, según deja constancia en Los Detectives salvajes y en su cuento “El gusano”, incluido en Llamadas telefónicas:

Los libros los solía comprar en la Librería de Cristal y en la Librería del Sótano. Si tenía poco dinero en la primera, donde siempre había una mesa con saldos, si tenía suficiente en la última, que era la que tenía las novedades. Si no tenía dinero, como sucedía a menudo, los solía robar indistintamente en una u otra. Se diera el caso que se diera, no obstante, mi paso por la Librería de Cristal y por la del Sótano (enfrente de la Alameda y ubicada, como su nombre lo indica, en un sótano) era obligado.

En esa misma calle estaba una Porrúa y una Gandhi. Sin embargo, la primera desapareció luego del temblor del 2017. En una de sus cortinas habían pintado la cara de Edgar Allan Poe y al permanecer cerrada hasta la demolición del edificio, la efigie del bostoniano se volvió fotografía común y celebratoria en redes sociales. Todo chilango que se respetaba se tomaba la foto y la subía a redes. La Gandhi de Bellas Artes, por su parte, hasta la llegada de una nueva sucursal más cercana al Zócalo, era una de las librerías más visitadas. Siempre estaba abarrotada de gente y claro, veías correr a los vendedores con sus camisetas amarillas, llevando y trayendo títulos para los clientes. Al ver este fenómeno, donde hay tantas librerías en una sola avenida, con pequeños tianguis de libros piratas, me sigo preguntando si en verdad las alarmistas estadísticas de que el mexicano lee menos de tres libros al año sean reales. ¿Qué sentido tiene vender libros piratas si la gente no los lee?

Para ser sincero, yo iba mucho a comprar a la Gandhi de Bellas Artes, pero luego de leer el cuento de Bolaño, comencé a visitar más El Sótano. Al ser mencionado en un libro, un sitio termina por adquirir cierto aire mítico, de lugar especial. No porque en lo personal sea bolañista, que no lo soy, pero uno siente que no está entrando en cualquier sitio, sino uno que acabó viviendo en letra impresa. Es como el viejo Ouroboros, serpiente que se muerde la cola, sólo que en este caso se trata de la librería que vendió el libro donde aparece la librería.

CENTROS CULTURALES

Eso mismo me pasó con Shakespeare and Company, la mítica librería de títulos en inglés que fue fundada en París por Sylvia Beach, justo donde ahora se encuentra un teatro. La primera vez que fui a la capital francesa, apenas pude, la visité. Además, raro en mí, decidí sacarme una foto frente a sus ventanas pintadas de verde. Había leído una y otra vez París era una fiesta de Hemingway, así que quería poner mis pies en el mismo sitio donde el viejo escritor de gustos taurinos había puesto los suyos.

LUEGO SUPE QUE ESA LIBRERÍA HABÍA CERRADO EN 1941 DEBIDO A LA OCUPACIÓN NAZI. SYLVIA BEACH, SU DUEÑA, QUIEN ADEMÁS ERA TRADUCTORA Y EDITORA, SE NEGÓ A VENDERLE LIBROS A LOS OFICIALES DE LA FUERZA DE OCUPACIÓN.

En aquellos días no había dinero para comprar libros. Yo los tomaba prestados de Shakesperare and Company, que era la biblioteca circulante y librería de Silvia Beach en el 12 de la rue L’Odéon. En una calle que el viento frío barría, era un lugar caldeado y alegre, con una gran estufa en invierno, mesas y estantes de libros, libros nuevos en los escaparates, y en las paredes fotos de escritores tanto muertos como vivos.

Luego supe que esa librería había cerrado en 1941 debido a la ocupación nazi. Sylvia Beach, su dueña, quien además era traductora y editora, se negó a venderle libros a los oficiales de la fuerza de ocupación. Con ese gesto se terminó un gran momento de entreguerras para la cultura anglosajona que tuvo su vértice en París, curiosamente. Fue gracias a ella que Joyce pudo ver publicado su Ulises, y también fue gracias a ella que decenas de lectores estadunidenses, pese a su prohibición, pudieron leerlo, ya que Hemingway ayudó a contrabandear el libro desde Francia hasta Estados Unidos.

Esa es la verdadera fuerza de una librería, más allá de vender libros y regalar separadores: la de impulsar cambios sociales desde la palabra impresa. Es por eso que en 1951, el compatriota y admirador de Beach, George Whitman fundó en París una librería llamada Le Mistral, a la que en 1964 acabaría cambiándole el nombre por el de Shakespeare and Company, por el bardo inglés, por supuesto, pero también para rendirle homenaje al trabajo de Sylvia.

Esa librería supo tomar la estafeta y convertirse en un centro de la vida literaria de los expatriados en Francia. De esta manera ha visto hurgar en sus estantes lo mismo a Anaïs Nin y Henry Miller que a Allen Ginsberg y William Burroughs, además de escritores británicos como Lawrence Durrell o latinoamericanos como Julio Cortázar. George Whitman, quien recorrió buena parte de México y Centroamérica en los años 50, decidió dar hospedaje entre los estantes a quien quisiera pedirlo. Sólo les pedía a cambio leer un libro al día, ayudar en la librería unas horas por jornada y escribir una autobiografía de una página. Con más de 30 mil huéspedes, a los que llamaba tumbleweeds, es decir, plantas rodadoras del desierto, al momento conserva en sus archivos miles y miles de estos relatos que hablan de viajes, sueños, deseos y tristezas.

Hoy en día se ha convertido en un lugar turístico, hay filas enormes para poder entrar, la gente se amontona para sacarse una foto porque hay quienes sólo pasan porque la vieron en películas como Antes del atardecer de Richard Linklater y Medianoche en París de Woody Allen. Pese a eso, la directora actual e hija del dueño, Sylvia Whitman, (no podía llamarse de otra forma), ha sabido mantenerla como un centro cultural. Tiene un concurso para autores inéditos, un festival literario anual y lo más importante, prohíbe terminantemente las fotos en su interior.

COMPRAS EPISTOLARES

La relación cliente-librero es algo que nunca va a poder crear Amazon ni ninguna otra empresa en línea, ni con AI, ni con algoritmos increíbles, porque la experiencia lectora es algo tan humano que no puede ser replicado. Cuando llegó el confinamiento y todos tuvimos que recluirnos, yo trabajaba en una librería, así que tuve que trabajar en línea desde casa. Mucha gente que jamás había comprado en línea, la mayoría mayor, adultos desconfiados de que sus datos bancarios quedaran inscritos en una página, escribían en redes sociales y en cartas, preguntando desde cómo comprar hasta quién podría darles recomendaciones de lectura.

Escondido en casa, con miedo a un virus del que nadie conocía nada, pero todavía con una línea telefónica fija, comencé a responder las dudas a los clientes de edad más avanzada, primero por correo o por mensajes en redes, pero finalmente por mi propio teléfono. Les explicaba cómo registrarse y pagar en la página, y además les daba recomendaciones de los mejores libros para sobrevivir el encierro. Y mientras hacía esto, hablar con ancianos, que eran perfectos desconocidos, recordaba el libro epistolar de Helene Hanff, 84, Charing Cross Road.

En este libro, su autora, una escritora neoyorquina poco conocida, que apenas si llega con sus finanzas, final de mes, tiene especial predilección por libros antiguos de las letras inglesas. Un buen día descubre en una revista especializada el nombre de una librería londinense, la Marks & Co., que se dedica a vender esos tomos que ella tanto admira y desea. El establecimiento se encuentra, efectivamente, en el 84 de Charing Cross Road. Y con una carta a la que le adjunta una lista increíble de libros inconseguibles, comienza una larga y duradera amistad en el mundo de la posguerra, en la que una ávida lectora estadunidense sabe reconocer las joyas que recibe de un simpático y servicial librero londinense llamado Frank Doel.

Hanff se revela como una gran conocedora y humorista de referencias cultas y, al mismo tiempo muy brillante escribe frases como: “Comprar un libro sin haberlo leído es como: comprar un vestido sin probárselo”, o “El Stevenson estan hermoso que avergüenza a mis estanterías hechas de cajas de naranjas”. La librería al día de hoy no existe, el inexorable avance de modernidad de Londres la derribó, pero existe una placa que conmemora esta bella relación epistolar y librera en la calle donde estaba.

SUEÑOS Y CENIZAS

La gente que gusta de la lectura vive constantemente en un sueño. En la librería, con mi antiguo jefe, Víctor Hugo (en el nombre lleva el signo de su destino), mientras nos preparábamos para abrirla o en los momentos de descanso, soñábamos con nuestra propia librería. Yo le decía que seguro lo contrataría y él me respondía que no me contrataría a mí. Bromas aparte, teníamos el deseo de crear una librería ideal, el sitio al que te gustaría ir para disfrutar del paseo por los libros. Él pensaba en la literatura clásica y grandes tomos olvidados de literatura mexicana, yo en una gran sección de novela popular y una más de cocina.

Librería Marks & Co. en Charing Cross Road, Londres.
Librería Marks & Co. en Charing Cross Road, Londres. ı Foto: Fuente > Paul Farmer / Creative Commons

Pero fue la poeta y promotora cultural Alba Donati, quien soñó en abrir una librería en la punta de una montaña en su pueblo natal, Lucignana, en la Toscana, “entre Prato Fiorito y los Alpes Apuanos”. Su vida, tranquila, dentro de la industria del libro italiano, quedaría patas arriba por el deseo de que “una madre de Salerno pudiera regalarles a sus dos hijas sendas cajas llenas de Emily Dickinson”.

En su libro, La librería en la colina, la poeta narra en forma de diario los primeros meses de su atribulado cambio de vida. Al tiempo que nos narra cómo es recibida en su pueblo natal de 180 habitantes, nos cuenta los diferentes pedidos que va surtiendo a sus clientes en línea, porque para sumarle más desafíos, abrió y al poco tiempo llegó la pandemia. Por eso tuvo que vender libros a la distancia. Finalmente, un día, debido a una falla eléctrica su librería, que era y es una cabaña de madera, se incendió. Ayudada por la gente del pueblo y sus amigos de la industria editorial, la vio renacer.

UNA PROPIEDAD INESPERADA

La historia de Alba Donatti se hermana con la de la escritora y residente en Viena, Petra Hartlieb. Ella también conocía los tejes y manejes de la industria editorial porque había trabajado en ella y además era y es asidua a la Feria de Francfort, pero su amor por los libros era demasiado grande como para no dejarse seducir por ellos. Así lo reconoce:

Los motivos que tuvieron para ser libreros unos y otras, lo único que todos tienen en común es una cierta dosis de locura: la obsesión por los libros, que sólo se puede entender cuando uno mismo está poseído por ella.

Cuenta Hartlieb que un día caminando por Viena ella y su esposo entraron a una pequeña librería, en venta, con un piso arriba lo suficientemente grande como para vivir. El lugar estaba hecho una ruina, pero ella, como muchísimas otras personas, fantaseaba con tener una librería, así que, haciendo cuentas, reduciendo gastos y conversando con su esposo, quien tenía sus dudas, decidieron hacer una oferta. Al poco tiempo ya eran los dueños.

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Librería Alejandro Rossi en la Biblioteca de México José Vasconcelos.
Librería Alejandro Rossi en la Biblioteca de México José Vasconcelos. ı Foto: Fuente > Creative Commons

Hemos comprado una librería. En Viena. Escribimos un e-mail con unas cifras, ofreciendo una cantidad que no teníamos, y al cabo de unas semanas llegó la respuesta: acaba usted de comprar una librería… Hemos pujado con un dinero que no tenemos, y por una librería que está en una ciudad donde no vivimos. Y la hemos conseguido. ¿Y ahora qué? Pues ahora tenemos que apechugar con el asunto.

Es ése el punto de partida para que la autora nos cuente las vicisitudes, sueños y todos los problemas administrativos y financieros de montar una librería. Y en sus palabras: “El problema con los libreros, en la gestión de su negocio, es que están enamorados del producto, y pierden la perspectiva empresarial”.

El libro de Hartlieb mezcla la dureza de los retos que deben enfrentarse frente a las ventas en línea, las trabas administrativas y el sueño de vivir entre libros y además poder realizar una obra literaria propia. Es el justo medio entre el amor por la lectura y sobrevivir creando un lugar que sea importante para los vecinos y financieramente sostenible.

NEGRA Y CRIMINAL

El nombre de esta librería no puede escribirse en redes sociales so pena que el algoritmo te diga que estás siendo racista (recibí una amonestación un día y luego un castigo de un mes por volver a intentarlo). De la misma manera en que un editor argentino le preguntó al escritor Roberto Bardini si la literatura negra era la africana, Sor Facebook confunde el término para este género literario. Y es así como se llamaba la pequeña librería del valenciano Paco Camarasa, Negra y Criminal, especializada en ese tipo de literatura. Estaba ubicada en la Calle de la Sal en Barceloneta, a las orillas de Barcelona. Era un paso obligado tanto para lectores como para escritores de novela negra.

Hermanada en espíritu con la librería neoyorquina The Mysterious Bookshop, del editor y escritor Otto Penzler, Paco Camarasa y Montse Clavé, su pareja, decidieron crear en 2002 un lugar dedicado al género donde pudieras comer tapas de pulpo acompañadas de vino negro y claro, leyendo lo mejor del género policiaco. Entre sus estantes había lugar para libros nuevos y ediciones descontinuadas o títulos inconseguibles, que llegaban a recalar en sus bodegas por diversos giros del destino. Camarasa les ponía etiquetas con las banderas del país al que correspondía. Además, si un autor visitaba el sitio le pedía hacerse una foto en la entrada, junto al nombre de la librería con la fuente semejante a las letras de máquina de escribir. En Navidad, a los “cómplices”, los lectores habituales, se les mandaban hermosas postales con mitad felicitación, mitad juego, porque ¿qué hay más negro criminal que la Navidad?

Finalmente, y debido al éxito del género, cuando toda librería tiene una bien nutrida sección, Camarasa y Clavé decidieron cerrarla. Fue un golpe para todos sus seguidores, que éramos muchísimos pero no los suficientes para que las ventas se incrementaran. Camarasa se dedicó, en esta especie de jubilación, a escribir una biblia llamada Sangre en los estantes, en la que en sus más de 400 páginas daba cátedra de autores y títulos. Lo curioso es que, como en una vuelta de tuerca de novela de misterio, Camarasa enfermó y murió justo cuando su libro comenzaba a circular en librerías.

ESPACIOS PARA PENSAR

Una de las cosas que se han perdido con la irrupción de Amazon y demás páginas de compra en línea es recordar que las librerías van más allá de ser meras distribuidoras de libros, tazas y separadores. Una portada de la revista New Yorker de junio de 2008, dibujada por Adrian Tomine y llamada irónicamente Book Lovers, refleja lo absurdo y la contradicción de los llamados amantes de los libros, ya que nos muestra a una mujer recibiendo libros por mensajería, mientras vive al lado de una pequeña librería de barrio. Desde booktubers y demás fauna que menudea en TikTok e Instagram, olvidan que la literatura va más allá de acumular números de lecturas en tu lista de Goodreads o de fotografiar con una taza de café el libro de pasta dura, edición especial, de la saga en turno.

Las librerías pueden ser lugares donde conviven las fantasías de niños y adolescentes y adultos, pero también en donde surjan amistades, amores y por qué no, revoluciones, cambios sociales. Sitios que nos permitan reunirnos e intercambiar ideas y plantear soluciones, ya sea en medio de un mundo tenso al borde del colapso, como el de hoy en día o el de la Tierra Media o la caliente y desértica Comala.