Es el año 2011. La fotógrafa Eunice Adorno está dentro de una casa en una comunidad menonita en Durango. Ve el cadáver de una anciana que reposa en la cocina. Previo a eso, varias mujeres cubrieron el cuerpo de hielo, aserrín y tierra en una urna, para después barnizarla con una capa de plástico. Estaban preparándola para su funeral. Saca su cámara en el momento correcto.
Las comunidades menonitas de Durango le habían abierto sus puertas. Había hecho ya varios viajes. Eunice conocía otros trabajos documentales sobre el mismo tema, pero quiso hacer una diferencia a partir de su mirada femenina: más que la familia en sí, deben ser las vivencias cotidianas de las mujeres, sus gestos en determinadas circunstancias, sus acciones rutinarias. Le interesaba llegar a la profundidad de quienes eran ellas.
Casi quince años después de ese trabajo, la carrera de Eunice Adorno no se ha detenido. Más que cambiar sus métodos, los ha ampliado. Sigue siendo una documentalista, pero ahora, es también una cazadora e intérprete de archivos. No ha abandonado el acto fotográfico, pero lo ha acompañado de herramientas más propias del arte contemporáneo. Y por supuesto, no se ha perdido su interés en temáticas concernientes a la condición de la mujer en la sociedad.
INICIOS EN EL FOTOPERIODISMO
Eunice creció en una familia evangélica. En su adolescencia se inició en la fotografía al tomar un curso en el Centro Morelense de las Artes. Después de eso, se trasladó a Ciudad de México y comenzó su actividad como fotorreportera en Cuarto Oscuro y otras agencias. Tras algunos años en ese ínterin, sintió cierto cansancio. En ejercicio, había encontrado algunos temas que llamaban su atención para desarrollar proyectos personales. Optó por ser freelance. Empezó a viajar con frecuencia. Su primer libro se llamó Del Norte al Sur, editado por Pablo Monasterio. Abordaba el tema de los sitios nocturnos de baile en el Estado de México. Pero no le encantó el resultado.
Su segundo proyecto nació en un pasaje rural de Chihuahua. Era un camino seco. No había casi ninguna casa a su alrededor. Allí fue cuando se encontró con un grupo de mujeres que portaban largos vestidos con estampas de flores. Las escuchó hablar un idioma que no era español. Con dificultad, Eunice interactuó con ellas.
Los menonitas constituyen un grupo étnico-religioso fundado por Menno Simons en el siglo XVI. Su historia involucra una serie de persecuciones y migraciones por Europa y América. Llegaron a México en los años 20, después de marcharse de Canadá por sufrir problemas con las autoridades. Buscando un nuevo hogar, compraron algunas tierras que les fueron vendidas en Chihuahua y Durango. También establecieron comunidades en otros países latinoamericanos.
Eunice conoció comunidades menonitas de ambos movimientos: los Old Colon de Durango y los liberales de Chihuahua, pero decidió trabajar con los primeros. En su estilo de vida austero, su fe y su sistema de creencias, veía ecos de su educación evangélica. “Eso tenía que ver con mi reconciliación con la religión, con las formas de representación del cristianismo, las iglesias y los cantos”.

Al revisar proyectos documentales sobre comunidades menonitas, se percató de que el foco estaba, casi siempre, en las comunidades, más que en ciertos grupos de esas comunidades. Resaltaban temas como el valor familiar o los trabajos de campo. Atribuyó eso a una mirada masculina. Por eso, quiso acercarse a la mujer menonita.
Los primeros acercamientos fueron a partir de la palabra, no de la cámara. Y cuando al fin sacó su herramienta de trabajo,
quería quitar esas capas y mostrar cómo eran en espacios íntimos, dar valor al objeto como contenedor de memoria. Para ellas, que llegaron con una maleta, esos objetos son importantes. Aprendí que la fotografía debía entenderla como una amistad.
QUERÍA MOSTRAR CÓMO ERAN EN ESPACIOS ÍNTIMOS, DAR VALOR AL OBJETO COMO CONTENEDOR DE MEMORIA. PARA ELLAS, QUE LLEGARON CON UNA MALETA, ESOS OBJETOS SON IMPORTANTES. APRENDÍ QUE LA FOTOGRAFÍA DEBÍA ENTENDERLA COMO UNA AMISTAD
Sábanas, tazas o ropajes: todo parecía sacado de otra época. Ya establecida la confianza, nacieron las fotos que retrataban sus faenas.
Eunice fijó su prioridad en las solteras y las viudas, dos grupos bastante peculiares en comunidades menonitas. Algo tan trivial como un paseo en carro mientras se disfruta de un helado o hacer labores de granja para ella era algo significativo. Buscó impregnar el trabajo de una estética similar a la de un álbum familiar. Tenía un referente claro.
El trabajo de William Eggleston fue una revelación. En la década de los 70, había revolucionado la fotografía artística fijándose en lo intrascendente: un triciclo, un foco, una calle, un auto, etcétera. Todo lo que consideramos normal. Y de paso, trabajó con colores —un verdadero sacrilegio en la época—. Sus imágenes reflejaron la cultura industrializada, iluminada por neones y plagada de colores plásticos que ya caracterizaba a Estados Unidos. Ella quiso que se sintiera como un álbum familiar. Adoptó la influencia. Quiso resaltar los tonos blancos y pasteles que caracterizan la ropa y las viviendas de las comunidades menonitas. Por algo, su trabajo se llamó Las mujeres flores. “Me interesa el contexto histórico de cada color. Hay espacios que contienen mucha memoria. Me interesa transportar esa estética y poner otras cosas.”

LA VIDA EN EL ENTORNO ESTUDIANTIL
El proyecto sobre las mujeres de comunidades menonitas fue un éxito rotundo. Eunice estuvo en la selección del World Press Photo. La exposición y el libro la pusieron en el ojo de la crítica. Para entonces, era necesario encontrar un próximo proyecto.
El padre de Eunice fue parte de la multitud en la Plaza de las Tres Culturas en el 68. El relato del horror por la masacre estudiantil fue un trauma para él. Era una historia con la que ella se crió. Mientras buscaba un nuevo proyecto, consideró un punto: era un momento de mucha tensión política en México: el calderonismo, la fractura del PAN, el narcotráfico. La violencia sería su próximo eje.
Tocó a la puerta de una casa estudiantil en Mazatlán, Sinaloa. El proceso fue similar al de Las mujeres flores: llegar, conversar, darse a conocer y proceder con cautela. Muchos venían de espacios precarizados, otros tenían historias de violencia. Esta vez tenía un discurso que, de la misma manera, también recurría a la imagen de un álbum familiar, aunque con ciertas diferencias: se incluyeron cartas y pasajes escritos por los estudiantes en la publicación del libro. Quería lograr una voz comunitaria.
Y encontró una herramienta que ocuparía un lugar tan destacado como la cámara: el mimeógrafo, una máquina para realizar copias en gran cantidad de cualquier documento que funciona con una serie de plantillas colocadas en un tambor giratorio que, al ejercer presión con una capa de tinta, transfiere la escritura o las imágenes al papel. Theodor Adorno cuenta con orgullo que ese dispositivo se usaba para el activismo político en las primeras décadas del siglo XX. Ella lo usó para imprimir el libro.
—La exposición se hizo en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco. Allí usé herramientas del arte contemporáneo. Había un mapa sobre la vida estudiantil cincuenta años después del 68. Es un proyecto que tiene que ver con el archivo y los estudiantes. Las imágenes se relacionaban con investigación, documentación, entrevistas, vínculos con personas. No me gusta que todo acabe en una selección de imágenes, sino que tenga referencias de la investigación. Podías ponerte audífonos y escuchar las entrevistas.
—¿Hay un archivo afectivo?
—Sí. Cualquier persona que retrata lo que vive ya está creando un archivo. La Revolución Mexicana la entendemos en blanco y negro; así está grabada en nuestro cerebro. La fotografía tiene esa cualidad de memoria. Yo ya no creo en el instante decisivo de Cartier-Bresson, porque hay muchas formas de manipular el encuadre. Es un trabajo muy afectivo.
DESCUBRIENDO EL ARCHIVO
El uso del mimeógrafo fue un descubrimiento trascendental para la carrera de Eunice. Entendió que su relación con la imagen no dependía de si ella había hecho la foto o la había tomado. Así nació Archivo fantasma, un proyecto para publicar los trabajos de archivo que empezó a hacer. Encontró una pasión por meterse en los archivos de las universidades y otros lugares para buscar imágenes que pudiera resonar en sus búsquedas. Hoy, incluso ofrece talleres y servicios de impresión.
—¿Consideras que te has convertido en una especie de bibliotecóloga?
—Me considero artista visual y fotógrafa documental, y me gusta jugar con las profesiones que trabajan con archivos. Me apropio de sus herramientas. Me atrae jugar con la rigidez de las profesiones para poder hacer un juego con el archivo.
—¿Para ti qué simboliza el archivo?
—El archivo es lo más ancestral que tenemos. Surgió cuando la humanidad comprendió que podía dejar grabadas sus huellas: está en las pinturas rupestres, los códices, los cronistas. Siempre ha existido esa noción de querer contar una historia. Desde ese referente pienso mi trabajo. Cada archivo es emocional, afectivo, colectivo. A mí me interesa buscar la ausencia: el fracaso del archivo, la no-clasificación, el silencio.
EL USO DEL MIMEÓGRAFO FUE UN DESCUBRIMIENTO TRASCENDENTAL PARA LA CARRERA DE EUNICE. ASÍ NACIÓ ARCHIVO FANTASMA.
ADENTRARSE EN EL LADO OLVIDADO DE LA HISTORIA
En el año 2014 Eunice viajó hasta Xaltianguis, Guerrero, para iniciar un proyecto sobre las mujeres que se unieron a los grupos de autodefensa contra el narcotráfico. Le impresionó mucho ver a madres manejar armas para estar preparadas en caso de que alguien viniera a llevarse a sus hijos. Esas imágenes quedaron grabadas en su mente. Por eso, cuando leyó un artículo periodístico sobre mujeres que tuvieron un rol en la Revolución Mexicana pero que la historia condenó al olvido, se le ocurrió una idea.
Eunice comenzó a tocar puertas para buscar historias. Revisó el Archivo General de la Nación y el Archivo Histórico “Genaro Estrada” del Acervo Histórico Diplomático de la Secretaría de Relaciones Exteriores buscando cartas, artículos, fotografías y demás rastros documentales de Margarita Ortega, Andrea Villarreal, Sara Estela Ramírez, Elisa Acuña, Juana Belén Gutiérrez, María Talavera Brousse, Lucía Norman, Elizabeth Trowbridge y Ethel Duffy. Ellas no eran como los otros combatientes: eran ideólogas, casi todas publicaban periódicos de corte liberal. Su rol era más intelectual. Muchas vivieron el exilio. Eso la llevó a investigar sus historias.
Eunice encontró una realidad cruel: es poquísima la información disponible de ellas. Halló cartas y fotografías desgastadas. Encontró un imaginario visual. Al darles un orden, además de darles una voz, hizo una protesta contra el tiempo. Suciedad y papel roído: esa fue la estética utilizada en el libro que creó, Desandar, que pretende acompañar su andar de forma poética. El mimeógrafo colaboró con ese tono. La publicación se hizo con Gato Negro Editores en septiembre del 2025. Se han realizado lecturas performáticas en Casa Verdi y en Casa Lago UNAM. Además de las imágenes, también tiene textos propios, de Vivian Abenshushan y de Ainhoa Suárez.

“Conocerlas fue también reconocer mi propio proceso como madre y reconectar con las historias de sus hijas que perdieron y murieron tan jóvenes” escribe Eunice en el prólogo. Ella tiene una niña de seis años.
—¿Dirías que haces “archivo ficción”?
—Sí. En el caso de estas mujeres anarquistas, al no existir documentos sobre sus vidas más allá de publicaciones y cartas, no hay un registro que avale su paso por la historia. Esa ausencia las condenó a la invisibilidad. La historiografía les debe mucho. Como parte de un proceso histórico, numerosas mujeres han quedado fuera. La ficción me permite llenar huecos, pero también aportar a la historia feminista.


