Poesía en pandemia

Inhóspito afuera, adentro intimidante

A finales de 2021, Ediciones Sin Nombre publicó Alguien aquí que tiembla. Celebración poética de mujeres,
antología que comprende las voces de 45 autoras en torno a la experiencia de la pandemia y el confinamiento
que derivó de la misma. Ernesto Lumbreras se acerca a esos poemas compilados por Sandra Lorenzano:
encuentra que en ellos se enhebran nostalgias, deseos colectivos, el cuerpo como un ente
peligroso, preguntas desde el desasosiego y la vida como “un altar abandonado”, en palabras de Odette Alonso.

Alguien aquí que tiembla
Alguien aquí que tiembla
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Leer el presente, desde la poesía, tiene varios riegos. El que resulta más inmediato es el registro de tópicos que funcionan en el periodismo y que el poeta inserta para dotar a su texto ¿de veracidad histórica?, ¿de contacto con la realidad? ¿o de experiencia objetiva? Por otra parte, y lo acepto como regla a incumplir, el poema más intimista o hermético estará inevitablemente manchado con el hollín de los días corrientes. Las antologías poéticas convocadas a partir de un suceso político o social —la Guerra Civil española, el 68 mexicano, Vietnam, los sismos de 1985 y 2017 en México, entre otros—, asumen por principio eventualidades que darán lugar a un variopinto florilegio de confesiones de sinceridad exacerbada y glosas de la ideología contestataria de la época con pocas excepciones que trascienden toda coordenada espacio-temporal.

CLARO, VALE LA PENA RECORRER esos riesgos. Lo corrobora la muestra Alguien aquí que tiembla. Celebración poética de mujeres (Ediciones Sin Nombre, 2021), convocada por Sandra Lorenzano justo al cumplirse el primer año del confinamiento. Desde varios puntos del planeta llegaron piezas de cuarenta y cuatro poetas, la mayoría de lengua española más una autora zapoteca y otra mixteca. Mujeres de generaciones y trayectorias literarias diversas que aceptaron el reto de escribir sobre la encrucijada sanitaria que desquició al mundo, un temblor común que principia en el verso de Alejandra Pizarnik —que titula la compilación— y se ramifica en voces de México, Estados Unidos, Argentina, España, Italia, Chile, Perú...

La literatura ha documentado y recreado experiencias similares a la que vivimos, enfermedades pandémicas que asolaron ciudades con muertes al por mayor. La globalización tecnológica multiplicó, tanto en términos emocionales como psíquicos, la intensidad de esta pesadilla que comenzó en China a fines del 2019. La cinta de Bertrand Tavernier, La muerte en directo (1980), anticipa el mirar cotidiano, minucioso e ineludible de la plaga apocalíptica y de sus desastres. Somos, al mismo tiempo, la mujer desahuciada (Romy Schneider) y el hombre (Harvey Keitel) cuyo cerebro tiene implantada una microcámara que transmite a una cadena televisiva —en tiempo real— todo lo que mira, pero también somos la audiencia que sigue con pavor y morbo la agonía de la enferma y su ineluctable final. Mutatis mutandis, como nunca en la historia de la civilización fuimos y somos el observado, el medio de transmisión y el observante. Compartimos miedos, confusiones, tristezas, esperanzas, gestos solidarios, desánimos, distractores, duelos, nostalgias de la otra vida durante los meses de encierro.

El deseo de Ana Belén López fue nuestro deseo colectivo: “Es hora de levantar la cortina / para que el cuarto se llene de luz”. Vivíamos “La soledad de los tiempos inmóviles” a decir de Francesca Gargallo no obstante que, como apunta Diana Eréndira, “la mata de jitomates en mi ventana (...) / ha dado poco más de un kilo”. El reino animal y vegetal siguieron su curso —indiferentes a la desgracia humana— como lo describe la polilla leopardo del poema de Lila Zemborain o esta imagen de Rocío Cerón: “Es el agua, feroz y testaruda, que no conoce la muerte”. Violeta Orozco vaticina los estragos que dejará en cada uno de nosotros este virus, paradójicamente, utilizando el símil de una especie animal: “Como los ratones, recordaremos el terror / de entrar a una casa”. Por días, la vida fue una ventana o su desdoblamiento cibernético: una pantalla. La enfermedad estaba afuera y en los otros. Así nos internamos en nosotros mismos mientras la economía de muchos colapsaba y los servicios de salud vivían en jaque. “El cuerpo es un dentro / que intimida” escribió Verónica López. En tanto, en ese viaje interior, Gabriela Ardila descubría que “El encierro cubrió de oro / heridas que no había visto”.

Como nunca en la historia de la civilización fuimos y somos el observado, el medio de transmisión y el observante. Compartimos miedos, confusiones, tristezas, esperanzas, gestos solidarios

EN ESTA CRISIS hubo héroes y oportunistas. La situación trágica dio lugar a actos de compasión, altruismo, vileza. “Los rituales de la serenidad” de Julia Santibáñez se tornaban indispensables. El exordio de Tanya Huntington nos advirtió que “todos los días” de la crisis fueron “una emergencia”, estábamos en la mira del “afónico concierto de las almas” al que alude Pura López Colomé y sí, en efecto, “aguardamos la noche desde la nervadura”, en palabras de Gabriela Riveros. Odette Alonso veía que “la vida es un altar abandonado”, a merced de “esa vehemencia del peligro, / la anticipación de lo oculto” según Silvia Eugenia Castillero. ¿Una lección de tinieblas? ¿”El depósito del miedo” que consigna Rose Mary Salum?

En varios poemas también se avista el afuera. Graciela Batticuore se sirve de Un día especial (1977), cinta de Ettore Scola, a manera de leitmotiv, para describir calles vacías, escuelas, oficinas y comercios cerrados en un barrio periférico de Roma durante un desfile en honor a Hitler.

El “virus lleno de caligramas” dirá Gladys Ilarregui o “el enigma de un gesto de fantasma” agregará Mónica Maristain a la extrañeza del aislamiento sanitario. Un lector del futuro que lea periódicos de estos dos últimos años, en contrapunto y complemento con los poemas aquí reunidos, tendrá las crónicas y los datos de la pandemia, pero también una serie de preguntas como acabadas de formular, interrogantes de renovado fulgor y desasosiego.