Las joyas de la corona

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Retrato de la Armada, óleo sobre tela, 1588.
Retrato de la Armada, óleo sobre tela, 1588.Fuente: commons.wikimedia.org
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El pasado sábado el mundo entero observó cómo Carlos III fue coronado como monarca del Reino Unido y la Mancomunidad de Naciones. Sobre su cabeza se colocó uno de los símbolos de mayor historia y tradición para la cultura británica, pero también algunas de las joyas más valiosas que se encuentran en aquella nación. Este valor reside no sólo en lo monetario —con valores estimados de entre seis y hasta 400 millones de dólares—, sino en lo que representan para la cultura británica. Las gemas portadas por el nuevo rey nos dicen mucho de la historia del Reino Unido y las vicisitudes de sus soberanos.

LA PRINCIPAL PROTAGONISTA de la coronación es conocida como la Corona de San Eduardo, la cual sólo es utilizada durante la ceremonia en la Abadía de Westminster. Creada en 1660, fue nombrada en honor a Eduardo el Confesor, monarca inglés del siglo XI y el único canonizado por la iglesia católica. El hecho de que tuviera que ser recreada la convierte en uno de los mejores testimonios de la historia británica. Tras la guerra civil de 1642, Oliver Cromwell llevó a cabo un golpe de Estado, ejecutó al rey y destruyó la corona. A partir de ese momento, el Reino Unido se convirtió en la Mancomunidad de Inglaterra y Cromwell, en el Lord Protector; éste es el único periodo republicano de la isla británica. Cromwell murió en 1658 y el Parlamento restituyó la monarquía con Carlos II, hijo de Carlos I, quien decidió crear una nueva corona inspirada en la que alguna vez debió portar el Confesor.

Pero las joyas con más historia se encuentran en realidad en otra corona, la Imperial del Estado, con la que vimos a Carlos III saludar desde el balcón del Palacio de Buckingham, las cuales representan a cinco casas reinantes, de manera que cuando es portada por el soberano, el peso de la historia y de la monarquía está muy literalmente sobre su cabeza.

De entre estas gemas, el Rubí del Príncipe Negro es una de las más interesantes por estar cargada, según la leyenda, de una maldición. Su nombre proviene del apodo dado a Eduardo de Woodstock, hijo del rey Eduardo III, conocido así por el color de su armadura. La piedra le fue regalada por Pedro I de Castilla, con quien inicia la historia de la maldición. En 1362 hubo una pugna territorial entre el sultán de Granada, Abu Said, y ese rey español. El sultán solicitó una reunión para negociar la paz y Pedro, haciendo honor a su apodo de El Cruel, lo asesinó y le robó la gema. Al poco tiempo, su propio hermano, Enrique, se levantó en armas y le pidió apoyo al Príncipe Negro, regalándole el rubí a cambio, aunque esta ayuda le sirvió de poco: Pedro murió tres años después y en bancarrota.

Ya en manos de la monarquía inglesa, el rubí no trajo más que infortunios a sus reyes. A su regreso de España, Eduardo contrajo una extraña enfermedad y murió antes de ascender al trono, dejándoselo a su hijo, Ricardo II, quien también murió joven, a los 21 años, a manos de quien se convertiría así en el rey Enrique IV. Éste también enfermó, heredando el trono a su hijo Enrique V, el único con el que la maldición árabe fue misericordiosa; de hecho, el rubí le salvó la vida en la batalla de Agincourt, cuando decidió portarlo en su casco y terminó por amortiguar un golpe que hubiera sido mortal.

El gusto de Isabel por las perlas se vincula a otro aspecto de su reinado que también la relaciona con el mar

Años después, la reina Victoria hizo oídos sordos a la leyenda porque decidió portar el famoso rubí en su propia coronación en 1838, siendo ella quien lo colocó de manera definitiva en la corona hoy conocida como Imperial del Estado. La historia le daría de algún modo la razón, al menos con respecto a la piedra, pues se convirtió en la segunda monarca más longeva del Reino Unido, con 63 años de reinado, un récord sólo superado por Isabel II, quien gobernó durante siete décadas. Quizá la lección ahí es que la maldición sólo perdona a las mujeres. Victoria también fue quien incorporó dos diamantes muy famosos a las colecciones reales, el Cullinan y Koh-i-Noor, controversiales por su pasado colonial y hace poco reclamados por sus países de origen, Sudáfrica e India.

Finalmente, hablando de joyas y reinas, en este recuento no podía faltar Isabel I. La monarca de la era shakesperiana tenía una inclinación muy particular por las perlas y en la Corona Imperial del Estado se encuentran al menos cuatro que le pertenecieron. Desde la antigüedad grecorromana, las perlas han estado vinculadas a la virginidad y la feminidad a través de la figura de Artemis o Cynthia, y eso explica la afición de la heredera del controversial Enrique VIII, conocida como La Reina Virgen, por su negativa a casarse. Esta afición se observa plenamente en el famoso Retrato de la Armada (del que hay tres copias), creado para conmemorar el triunfo de Inglaterra sobre la flota española, y en el que aparece emperifollada con alrededor de ochocientas perlas. Este hecho marcó la dominación inglesa de los mares, así que quizá también eso explica su obsesión, siendo piedras de origen marino.

EL GUSTO DE ISABEL POR LAS PERLAS se vincula a otro aspecto de su reinado que también la relaciona con el mar y, de paso, con la rivalidad con España: la piratería. Su corsario preferido, sir Francis Drake, no únicamente fue el encargado de derrotar a la armada española, sino también de dominar territorios americanos, notablemente en el Caribe y, de paso, aterrorizar las costas mexicanas. Algunas fuentes —o malas lenguas— especulan que el interés de la reina por estas empresas marítimas en realidad estaba motivado por su perlada obsesión, ya que la colonización de América permitió una mayor cosecha de perlas para el comercio europeo.

Se sabe que Drake le llevó personalmente varias de estas joyas, ya fueran robadas de embarcaciones españolas o encontradas en aguas caribeñas. Incluso hay quienes aseguran que Isabel permitió que ejecutaran a su prima, María I de Escocia, para quedarse con las gloriosas perlas negras de los Medici, herencia de su suegra, Catalina. María las perdió junto con su cabeza en 1587 y a partir de ese momento Isabel las portaría con orgullo.

Historia, leyenda y cultura se unen de esta manera en las joyas de la corona británica.