Ligia Urroz

El corrido del eterno retorno

Somoza
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Ligia Urroz es una nicaragüense trasplantada en suelo mexicano, melómana incurable, adicta al tinto, madre dedicada, guitarrista sexy y, por si fuera poco, también es novelista. ¿Acaso se puede ser más cool?

En Somoza (Planeta, 2021) escarba en sí misma para ofrecer el testimonio de la guerra que le tocó atestiguar a los once años. Cuatro décadas más tarde, Ligia relata su proximidad con el dictador nicaragüense, Anastasio Somoza Debayle. Para encajarlo, como una mariposa disecada dentro de una vitrina, en una novela que es un ajuste de cuentas con su pasado, una vuelta a sus orígenes y un ejercicio de autoficción.

Cuando conocí a Ligia ignoraba todo sobre su forzado exilio. Y nada en ella delataba los horrores que le había tocado sufrir. Al leer estas páginas uno se asombra de la capacidad para afrontar su destino sin victimizarse. Porque si bien ella fue el daño colateral de una guerra, también fue un testigo privilegiado que convivió de manera cotidiana con Somoza. Sin esa relación no existiría esta novela y, lo más importante, como lectores no tendríamos acceso a esa otra cara del dictador que se muestra a través de la narración.

En la portada aparece la autora de pequeña, junto al tirano. Y en su interior, además de contar su apego por él, entabla un diálogo con el fantasma del dictador. Con quien por una casualidad su familia mantuvo un vínculo estrecho.

Al leer estas páginas uno se asombra de la capacidad para afrontar su destino sin victimizarse

LA NOVELA ARRANCA con la muerte del dictador en Paraguay. A partir de ahí, Ligia empieza a desgranar sus recuerdos. Las tardes que pasó con Somoza, junto a su familia, viendo cine, en caminatas, o como espectadora en primera línea de sus actividades proselitistas. Pero ellos no son los únicos protagonistas. Lo es también toda Nicaragua. Y los sandinistas. El golpeteo que sufrió el país a finales de los años setenta fue inmisericorde. Además de la guerra, Managua fue sacudida por un terremoto.

Mientras leía la historia venían a mí recuerdos de la guerra contra el narco en mi ciudad. Sé lo que se siente tirarse al piso al escuchar disparos, como le ocurrió a Ligia en su casa de Managua. Y también lo que es identificarse con el asesino, como le sucede al sentir empatía por el sandinista ultimado en la puerta de su casa, y al que entre los vecinos deciden quemar para evitar que se vuelva un foco de infección.

De la noche a la mañana, Ligia y los suyos se ven atrapados en medio de un conflicto bélico (y político, en el caso de su familia). Y si bien todos los ciudadanos corren peligro al encontrarse en medio de una guerra, para su familia era un asunto de vida o muerte que nadie se enterara de su relación con Somoza. Y en su libro se describe la agonía que supuso atravesar por esos momentos. Más aún a esa edad. Lo más insólito es que al platicar con ella no reconoce uno esa agonía en su rostro. Y no es porque se empeñe en ocultarla. Que haya escrito esta novela es prueba de lo contrario. Pero sólo quien ha vivido una guerra a flor de piel tiene las armas para gozar de la vida al máximo.

VAMOS, QUE LO ÚLTIMO que uno piensa cuando la ve tocar la guitarra con su banda de rock es que intentó huir de su país por vía aérea. Que le negaron la salida a su abuelo y tuvieron que volver a su casa con la ciudad en llamas.

Que en un segundo intento sí consiguió abandonar Nicaragua e instalarse en México. Una medida que era temporal pero se convirtió en definitiva. Y que sólo volvió a su patria tres décadas después de la guerra para encontrarla como antes, sumida en el conflicto. Qué bueno que Ligia se quedó en México, y la tenemos ahora entre nosotros como autora y amiga.

Y ha enriquecido nuestras letras con ese personaje que daba miedo a la resistencia pero que para ella fue como un tío cariñoso y también un hombre doblegado por su amante Dinorah.

“Los acontecimientos que marcan la vida pueden ser tan sencillos como un radio transmisor: una voz que da las malas noticias y, entre una y otra desventura, deja salir alguna canción que se recuerda para siempre, no como una melodía, sino como un preámbulo de la muerte...

“Hasta hoy, a mis cincuenta años, mi fobia al escuchar noticias en la radio no ha sido superada. Nada más oír la voz del noticiero me da un vuelco el corazón”.

Imagínense lo duro que deber ser lo anterior para una persona que ama la música.