Un lucero iluminado entre mis manos

Un lucero iluminado entre mis manos
Por:
  • alejandro_toledo

Los detalles del casamiento de Efrén Hernández con Beatriz Ponzanelli son referidos por Marco Antonio Millán en el libro de memorias La invención de sí mismo (Conaculta, 2009). Ahí habla del encuentro del joven escritor provinciano con Octavio Ponzanelli, “una especie de príncipe en aquel tiempo en cuanto a magnificencia de gastos”. Era una amistad de contrastes, por la humildad de Efrén y el despilfarro de Octavio. Según Millán, Efrén le cayó en gracia por su muy particular sentido de la ironía y así, un poco abufonadamente, lo incorpora a su círculo privilegiado de amistades, primero, y luego al familiar. Se acerca a Dante, otro Ponzanelli; y luego se fija en Beatriz, que era de su edad. Sigo a Millán: “Subrepticiamente [Efrén] empezó a mandarle recados y poemas hasta que logró cautivarla. Sin embargo, era imposible lograr el consentimiento matrimonial de aquel orgullosísimo clan”.

El matrimonio se realiza a espaldas de la familia. No sé si sólo a escondidas de los padres o también de los hermanos; se adivina por lo menos la complicidad de Octavio y Dante. Efrén acude a su amigo el Tlacuache Garizurieta, que era juez de paz del Registro Civil; juntos, con el apoyo de una escalera de madera, trepan hasta la ventana del cuarto de Beatriz y ahí, en ese espacio en suspenso, se realiza la ceremonia civil. Y:

A los pocos días se presenta en la casa para recoger a su esposa. El lío que se armó en la familia fue mayúsculo. Mientras tanto, Efrén había comprado en una carpintería sobrantes de madera con el fin de hacer una cama, en la cabecera de la cual talló con una navaja un búho. Y llevó a la aristocratísima Beatriz a vivir con él en esa miseria.

El hallazgo reciente de un paquete de cartas o borradores de cartas (un par escritas a máquina, las otras a mano, en un block tamaño esquela envuelto en papel verde, perdido entre fajos de fotografías familiares que surgieron por estos días al hacer una visita a Martín Hernández Ponzanelli, hijo de la pareja, y pedirle una buena foto de su padre) nos hace repensar esta historia. O agregarle, al menos, una circunstancia: la sorpresa por el noviazgo llevó al padre Ponzanelli a encerrar a su hija y creó entre los amantes un muro difícil de franquear. Al parecer, luego de que los casara subrepticiamente el Tlacuache, movió dinero e influencias con el fin de anular el compromiso e incluso pensó, dice Martín, esconder a Beatriz en Europa. Para Efrén la resolución de esa hazaña no fue tan sencilla como presentarse en la mansión Ponzanelli con los papeles en la mano y llevarse a la joven Beatriz, como asegura Millán. No pasaron días sino meses para que pudieran estar juntos.

Hay dos cartas fechadas: la primera (manuscrita) es del 30 de octubre de 1937, cuando ya están legalmente casados; y la segunda (a máquina), del 25 de noviembre, cuando por la furia paterna viven separados. El resto lo dispuse según el que consideré orden natural y (crono)lógico, como fueron ocurriendo las cosas. Tacho lo que Efrén tachó, pongo corchetes en palabras no enteramente legibles y hago un leve ajuste en la puntuación. Constituyen el cuento efreniano de cómo se consumó el comentado affaire matrimonial.

En el relato “Una historia sin brillo” el propio escritor guanajuatense  ofrece esta conclusión:

Pues ésta es la verdad: que ahora estoy casado, que mi mujer dejó, por mí, un palacio; que la mujer con quien me he casado es rica, y rica en forma tal, que desde que la saqué de la casa de sus padres y la traje a la mía, ésta, tan pobrecita siempre, amaneció a ser un palacio, y aquélla, tan soberbia, tan alzada, quedó sumida en sombra, empobrecida, y llena de toda suerte de ansias, hambres, desazones y miserias.

Esa desolación es registrada en la obra de teatro Casi sin rozar el mundo (incluida en el tomo II de las Obras completas del FCE, pieza que no ha merecido aún puesta en escena), en la que Efrén toma como punto de partida el reencuentro de Beatriz con su madre al morir el patriarca Ponzanelli. Efrén es retratado ahí como un vulgar ladrón que no sólo se roba a la hija, sino que entra al palacio, en la confusión del duelo, para hurtar las joyas familiares.

Por cierto: la editorial Cal y Arena prepara una antología amplia de la obra de Efrén Hernández.

I

Tavo me entregó tu carta del sábado, en el correo. Él mismo me había ofrecido que si podía ayudarte a que te dieras una escapadita, lo haría. Yo tenía en la bolsa una carta para ti, pero no quise dársela a él para que te la llevara porque en realidad me dio pena. Últimamente se ha portado tan bien con nosotros, mejor que nadie, y me dio pena, de manera que prefería ponerla en el correo.

Luego que volvió me trajo la tuya. La leí y me dio muchísimo gusto a mí también el saber que tu mamá te ha dado licencia para que nos veamos esta semana. Espero con ansia que me comuniques los datos, el día, la hora y la manera como vamos a vernos. Yo quisiera que te permitiera salir de tu casa. Estoy casi persuadido de que, en vista de las circunstancias, no sería difícil que te permitiera salir con el propio Tavo. Así tal vez podríamos disponer de una poquita de libertad.

Ya hace tanto que no nos vemos, estoy ya tan acostumbrado a la tristeza de no verte, que me cuesta trabajo creer que pueda suceder tan venturosa inesperada felicidad. Ojalá no vaya a suceder algo que nos lo impida. Cuando pienso en esto me pongo a temblar. Ya sabes lo que son estas cosas, todas estas cosas demasiado importantes. Mientras más importantes son, le causan a uno más temores y más ilusiones. Es casi dolorosa la alegría mi alegría, crece de repente y crece y crece y ya allá en el extremo hasta donde puede subir, no falta que sensación de cosa imposible nos haga volver a abajo a la tristeza, a una especie de desaliento que es como falta de fe, como que precisamente una caída de la fe.

Pero pensándolo bien, se me figura que en realidad no hay ninguna razón para temer que no se nos conceda. Ya que tu misma mamá nos lo ha prometido. Dios quera que así sea.

"Ya hace tanto que no nos vemos, estoy ya tan acostumbrado a la tristeza de no verte, que me cuesta trabajo creer que pueda suceder tan inesperada felicidad".

Quería Hubiera querido contestarte inmediatamente, pero no fue posible, Tavo no me dejó ni un rato, el domingo nos fuimos a la excursión por el río, nos meti y no volvimos sino hasta ayer en la noche, y todavía los muchachos vinieron a la casa, y tuve que acompañarlos a cenar, y no se fueron sino hasta como a las once. Así que sólo hasta ahorita voy te estoy contestando.

En mi última te digo que no debemos estar tristes. Mira, advierte que yo, siguiendo tus consejos, he hecho todo lo posible por distraerme, haz tú lo mismo. Y cuando pienses en mí, que sea sin tristeza, refúgiate en la idea de que aunque estos ratos de ausen días de ausencia son muy duros, pronto tendrán que pasar.

Lo que te dijo tu mamá, que ya he de estarte olvidándote, porque no nos escribimos seguido, me cayó en gracia. De hoy en delante te voy a escribir diariamente pero por medio del correo, así verá que se nos es vive en un error gravísimo y fundamental. Toda la mañana he estado esperando que me llames por teléfono, ya es algo adelante en la mañana y no me has llamado. Empiezo a perder la esperanza. Pero sé muy bien que si no lo haces es porque no puedes.

II

Señorita Beatriz Ponzanelli:

He estado pensando en escribirte desde ayer. Más valiera, Yeya, que me sacara el alma y que te la mandara. Te conmoverías mucho si pudieras mirar cuánto te quiero.

¿A qué conducen estas interminables cartas que te escribo? Podría pasar el día y la noche escribiéndote y sería igual, nunca podría acabar de decirte lo mucho que te quiero.

El teléfono se ha convertido en mi martirio, como somos tantos aquí en la oficina y como hay tantos asuntos, cada cinco, cada diez minutos está llamando. Y cada vez que llama se me para el corazón.

También tus cartas han empezado a escasear. Dios no quiera que sea por tu culpa. No sé qué haría. Anoche me puse a pensarlo. Y dije. Si así fuera, si diera resultado lo que están haciendo con nosotros, si a fuerza de interponer días entre nosotros yo y mi Yeya consiguieran que su deseo de verme se fuera mitigando, ¿qué haría yo? Me imaginaba aún más inclinado a la tierra de lo que ya estoy, caminando, caminando, sin rumbo y sin objeto, despacito, contemplando en mí mismo mi pena. Mis ojos se posarían en las ciudades, en los campos, pero ni en las ciudades ni en los campos habría nada que pudiera sustituirte.

El sol, las flores, las fuentes y los ríos, los edificios altos, las [grandes] plazas, los aparadores, los libros, la poesía, todo perdería su sentido. Nada tendría objeto.

Pero yo digo: ¿a qué conducen estas largas cartas? ¿A qué conducen?

Acaba de llamarme Paz por teléfono. Le hice varias preguntas sobre ti. No supo contestarme. No he quedado contento con sus contestaciones. No la has enviado tú. Quiere que la vaya a ver hoy en la noche. Está muy bien ir. Pero no sé qué, no me explico qué presiento.

Ojalá y me diga algo que me consuele.

Efrén

"ÚLTIMAMENTE, QUE ME HAS ESTADO HABLANDO POR TELÉFONO, ME HE SENTIDO UN TANTO CONFORTADO EN COMPARACIÓN A  LOS ANTERIORES DÍAS, EN QUE SUFRÍ UNA ÉPOCA DE CRISIS".

III

Hasta hoy en la mañana, antes de venirme para la oficina, [recibí] tu cartita ésta que me ha hecho mucho bien y que estuve esperando con ansia todo el día de ayer. Lo primero que hago es contestártela.

Tener noticias tuyas y escribirte son las dos únicas ocupaciones en que pongo toda mi alma. Es una pobrísima puerta de escape de mis sentimientos, pero es algo y gracias a que me escribes y te escribo hay en mis días un poquito de luz y paz.

No puedo negar que tienes muchísima razón en querer que yo tenga paciencia; en ratos me es no sólo posible sino hasta fácil, pero no siempre. Las horas que estoy en la oficina o en que ando en compañía de alguien, mi situación es casi tolerable; pero cuando me quedo solo o estoy de ocioso, y en especial cuando se juntan circunstancias que me traen a la memoria otras iguales en que te esperaba, siento una verdadera angustia, un dolor casi físico.

Alguna vez te he dicho que no hay cosa que no hiciera para ti; y en el fondo de mi corazón renuevo continuamente esta promesa. Es, sin embargo, bastante difícil de cumplir. En ratos se me oprime el pecho y se me anublan los ojos. Resignación, me digo. Yeya quiere que tenga resignación; a veces sí consigo dominarme, pero otras mi dolencia crece y crece, crece indefinidamente hasta que me domina.

¿Has tenido alguna vez dolor de muelas? Es un dolor que crece y disminuye. Se puede soportar más o menos tiempo; puede uno dominarlo algunas veces. Pero no siempre. De pronto el ligero adormecimiento de los huesos empieza a agudizarse, a clavarse más hondo, a apretar más fuerte. Empieza uno por apretar las quijadas, por cerrar las [manos], por darse de [puñetazos] contra las rodillas, por sentir impulsos de darse cabezazos contra la pared...

Dicen, Yeya, que el dolor de muelas es el dolor más fuerte; y yo, querida mía, amada mía, yo, hay momentos que tengo dolor de muelas en el corazón...

Tus cartitas, tus llamadas por teléfono, la seguridad infinita que poseo de ser el dueño del gran tesoro que me es tu cariño, es lo único que me calma un tanto las punzadas atroces...

Te me representas en todas formas, bajo cualquier pretexto. Está, por ejemplo, la botella de leche que me ponen en la casa en vez de botellón. Me quedo viéndola. El agua está quieta, pero yo empiezo a ver como que se mece y ondula como tu pecho cuando resuella.

IV

Señorita Beatriz Ponzanelli:

Últimamente, que me has estado hablando por teléfono algo seguido y especialmente que, aunque no haya sido sino unos instantes, te vi el miércoles en la noche y te oí hablar, me he sentido un tanto confortado en comparación a los anteriores días en que, como habrás notado a través de mis cartas, sufrí una época de crisis.

La angustia que había venido creciendo llegó a su máximo el lunes y me duró hasta el martes, ya el miércoles no era tanta, pues ese día me lo alentó la ilusión de que iba a verte en la noche. Va a ser difícil que te pueda decir lo mucho que significó para mí tu breve aparición. Haz cuenta que me volví chamaco, tenía un miedo infantil de que se llegara el momento en que abrieras la ventana cuando me llamaste; me parecía como si fuera a hablarte por primera vez, era como si se acercara el momento de una ceremonia muy solemne y muy importante, me costó verdadero esfuerzo hablarte.

Cuando me entregaste la cartita y te volviste a entrar, como me habías dicho que me escondiera por ahí no hallaba si leerla o si mirar hacia tu casa; pues por una parte quería leerla, y por otra tenía miedo que mientras la leyera fueras a asomarte de nuevo. Con muchas interrupciones la leí; casi sin luz y no la veía bien, pero me di cuenta casi como por adivinación que mi carta del día 4 te había entristecido, que tenías mucho miedo, que me habías soñado el sábado y el lunes y que te despedías. Eso decía la carta; y yo me pregunté si debería irme; pero me detuvo pensar que de palabra me habías dicho que me escondiera por ahí.

Cada vez que de cualquier dirección asomaba un auto que viniera hacia acá me ponía detrás del puesto de la esquina y calculaba ir dando vuelta alrededor de él para que no fuera a verme, y si al pasar cerca pitaba el claxon me estremecía presa de verdadero espanto. Te digo que fue un rato de infantilismo, mis nervios y mis sentidos todos estaban excesivamente atentos, oía todos los ruidos, veía todas las cosas, pensaba todos los pensamientos con esa fuerza de atención y claridad que sólo se da en el cerebro vivísimo que tiene uno cuando es muy niño.

Luego que te volviste a asomar, estuve a punto de que se me salieran las de San Pedro, casi no podía hablar.

Ya luego que me diste las pequeñas rositas y que nos despedimos, estaba como en un país de encantamiento. Así quedaría uno después de ver un hada, un ángel, pero un poco más, pues yo no cambio besar la mano a un hada o un ángel por besar la tuya.

Qué [delicadeza] y fuerza al mismo tiempo, qué poderosa y débil, qué suavidad y lumbre como de gardenia levemente iluminada con luz interior tenía la piel blanquísima de tu mano en los momentos en que la colgabas para que yo la alcanzara.

Me traje esta riqueza. Cuando me siento solo, cuando me siento pequeñito y pobre, baja otra vez tu mano y yo me afianzo con ella y te la beso como a la de una imagen protectora... desde acá, como si estuviera ahí.

De aquí a dos, a tres o cuatro meses, todo será distinto, entraré para toda la vida al mundo de encantamiento en que convertirás mi vida con estar junto a mí.

Como ves, este es un pensamiento muy distinto de los que antes te decía. Esta carta no te aumentará aún más la tristeza que ya tienes.

Tuyo,

Efrén

V

Yeya: ¿Dónde estás? ¿Qué estás haciendo? ¿En qué piensas? Es hora de dormir, después del trabajado día sienten, cansados el cuerpo y el espíritu, necesidad de descansar. Pero qué quieres, inútilmente entré en la cama. De pronto, sí, un vago sopor llegó a mis ojos, casi llegué a dormirme; mas empezaron a abrirse en mi imaginación objetos, pensamientos, sentimientos con referencia a ti algunos y algunos a nosotros dos. Cartas, palabras, gestos, promesas, actitudes, esperanzas, sueños, deseos de hablarte, ya que no podría verte. Te decía muchas cosas. Como cuando el alma está oprimida y acaba rezando una plegaria, en desahogo, así yo me dirigía a ti en mi pensamiento, gritando en él. ¿En dónde estás? ¿Qué estás haciendo? ¿Cómo es posible que no tenga derecho a que tus manos se posen en las mías? ¿No nacieron mis ojos para verte? Entonces, ¿por qué cuando los abro hallan sólo el vacío de que no estás? ¿Qué objeto tienen estos oídos tan atentos si por más que se afilan oyen sólo el silencio de que tú no me hablas? Es hambre, es sed de ti, lo que padezco, en toda la infinita extensión de mi alma. En su más hondo fondo hay como un desierto de arena seca, una que se tuerce, como una lengua sedientísima de ti. Mira, a un pobre animalito le taparon el hocico y la nariz, no podía respirar, ¿te lo imaginas? Pues a mí me han quitado tu aire, y necesito, necesito, respirarte. [...]

Soñé cosas que se me han olvidado casi enteramente. Ahora verás, creo que se trataba de alzar unas cortinas pesadísimas, detrás había un dedal con agua. Pero alguien, algo, ¿no sería tu papá?, estaba ahí y yo temía que me viera alzando las cortinas.

No creas que era así, quién sabe si no serían cortinas, pero pesaban mucho, no podía levantarlas, y tenía sed, y el agua del dedal iba volando y yo estaba en una estación y en un trenecito, ¿no sería el agua?, iba sobre los rieles, pero no, no era el agua, porque el agua como un pañuelito se desprendía de mí, desde el tren, ya muy lejos de mí...

No quiero ni pensarlo. Todo era muy opaco, no había tren, no había cortinas, no había nada, quiero decir, ahora no sé qué cosa había, ahora al tratar de recordar, no recuerdo sino el estado de ánimo, y lo he interpretado así, la sensación que me ha quedado, puedo explicarlo así.

No basta que no te pueda ver, no basta que no pueda hablarte por teléfono, no basta que la cartita tuya que me trajo anoche Paz haya de ser la última que me va a traer, es necesario además que sueñe estas cosas... pero, ¿qué hago?, dices en tu carta, tengo que tener paciencia yo también por algún tiempo.

VI

[...] De ayer a ahora, desde que me hablaste por teléfono hasta ahorita, aparte de las ocupaciones de mi vida ordinaria no he hecho nada que valga la pena de contarse. He descansado un poco. No sé por qué Se me figura que has estado inclinándote a la solución de nuestro caso de una manera más rápida que antes. Lo podemos hacer en cuanto quieras. De todos modos nos tomaremos para que lo pienses hasta el día último. Este no es un plazo definitivo, en caso de que tú quieras, ya te lo dije por teléfono, puedes venirte el día que quieras. Nada más te digo que el día último porque yo hago mis gastos quincenalmente, y así resulta que está quincena la voy a pa Fui a ver a Lupe y le conté lo de antenoche, me volvió a decir que contamos con su casa y con ellos incondicionalmente.

Esta sería realmente la única solución que podríamos tomar para muy luego.

Yo sé muy bien lo muy grande que es para toda muchacha la ilusión de casarse vestida de blanco, en un templo arreglado, y demás cosas que se usan. Quisiera darte ese gusto, para mí lo mereces todo, pero a ver, qué vamos a hacer, dadas las circunstancias creo que no hemos adelantado nada en nuestras dificultades. Antes creo que se nos va a poner cada día más difícil. Tu mamá realmente no ha hecho el más mínimo esfuerzo para comprendernos. Está obcecada. No creo que la conmueva ningún argumento ni ninguna razón.

De tu papá ya sabemos.

En tu próxima hablamos con alguna extensión sobre lo que hayas pensado.

Varias veces me has dicho que no quieres constituirme una carga. Por aquí yo sospecho que puede haber algo en ti que te mueve a obrar y a hablar tratando de que yo no me perjudique. Es decir, sospecho que no me hablas bien claro por consideración a mi comodidad bien, sacrificándote un poco tú misma. En caso de que sea así, no pienses en los gastos que yo tendría que hacer; esto no importa; nos avendríamos a lo que diera de sí mi sueldo. Creo que con doscientos pesos hay para los tres lo necesario. Después ya veríamos.

En cuanto a los gastos de los casamientos civil y eclesiástico no pasarían de costar tal vez unos 70 pesos.

Puedes creer que no puedo dejar de pensar en una bodita un poco menos humilde. A mí me gustaría también verte de blanco... Pero quién sabe si podremos esperar hasta febrero o marzo en estas circunstancias. Yo sí podría en caso de que tú me lo pidieras; pero lo haría por ti.

"Me siento como si fuera un saco apretado de lágrimas, que si me rompiera en cualquiera de las partes de mi cuerpo en vez de sangre me brotaría llanto".

Estamos en el caso de escoger entre dos soluciones. Tú me dirás.

También he estado pensando en que tu papá y tu mamá dirán muchas cosas contra mí en caso de que nos casemos en forma. Nunca podría gastar de manera que para ellos fuera decoroso.

En cambio si nos casamos económicamente con la agitación de tu salida no tendrían tiempo de pensar en nada.

Lo mismo sucedería con respecto a algunas de las amistades tuyas y todas las de tus familiares.

Yo te aseguro que sí nos casaremos; para dejar inmediatamente contentas a las opiniones necesitaríamos esperarnos lo menos un año. ¿Y te imaginas lo que significa un año de vivir como estamos?

Ya no te encarezco lo mucho que te extraño. Que te quiero y me quieres es cosa que ya no hay que ponderar.

Yo estoy seguro de tu cariño, estoy seguro de que me quieres como pocas mujeres son capaces. Y de mí a ti tú también lo sabes y lo crees. Y también sabes que sufres y que sufro. Y que para nuestro cariño aun la vida entera nos resultaría corta. Y que cada día que no estamos juntos será un despilfarro, una pérdida, un no aprovechar el tiempo.

Piénsalo. Y escríbeme lo que pienses.

Te quiero infinitamente.

VII

Yo quisiera, Yeya, que ahorita pudieras estar aquí y que aunque no fuera sino por un momento adquirieras el don de poder penetrar dentro de mí, con tu mirada, para que vieras con tus propios ojos el conjunto de todas estas cosas de que están formados mi querer, mi sentir y mi pensar.

Hace días mi mente y mi pecho vivieron una vida complicadísima llena de movimientos y de cambios; luego, según te lo conté en alguna de mis últimas, empecé a conformarme, y en la verdaderamente última llegué a tal grado de sosiego que todo lo vi fácil y hacedero, y que bastaría que yo te dijera: vente, para que te vinieras, y que con ello quedaría todo arreglado. Pero desde ayer en la mañana, desde cuando me hablaste por teléfono y me dijiste que necesitas hablar conmigo antes de tomar una resolución, y que hay cosas que tienes que contarme, y que hay que esperar todavía como un mes, he quedado caído en otro periodo de inquietud. Me porto tontamente; no existe una sola razón que pueda hacerme dudar de la solidez de tu cariño, y tampoco de la firmeza de tu carácter; no existe ni la más mínima razón; por el contrario, cuando me pongo a analizarte y a analizar tu proceder encuentro toda suerte de razones y evidencias que me convencen infinitamente de la nobleza y de la lealtad, y de la intensidad de tus sentimientos hacia mí; pero, qué quieres, sin que pueda explicártelo ni explicármelo a mí mismo tengo la sensación de que se ha distanciado un poco, de que se ha enfriado, de que se ha mermado tu deseo de estar conmigo.

Lo [mismo] me dijo el sábado que estás tristísima, Dante me dijo anoche muchas cosas de ti, de donde lo único que puedo sacar en claro es que tú también sufres; sin embargo, no sé qué especie de necesidad se ha adueñado de mí, que me pide una prueba. Verdaderamente necesito que me digas que me quieres, que me tomes las manos y que me las oprimas hasta quebrantarme los huesos. Sería para mí un consuelo que me escribieras una carta insistentísima, toda llena de promesas y de juramentos; casi necesitaría verte llorar de pasión.

Siento en los ojos un calor vapor amargo y caliente. Estoy en la oficina entre todos y no me atrevo a mover los párpados porque me parece que si parpadeara se me derramaría el agua. Me siento como si fuera un saco apretado de lágrimas, que si me rompiera en cualquiera de las partes de mi cuerpo en vez de sangre me brotaría llanto.

Tienes que perdonármelo. Te he prometido ver las cosas con calma la situación con calma, y no te lo he cumplido. En ratos sí pienso que bastaría con que me callara; pero ni esto puedo.

Ojalá y me hablaras por teléfono uno de estos momentos. Estoy seguro de que me consolaría un poco. Estoy esperando tu llamada, tú sí lo sabes, acaso tú también tienes muchas ganas de hacerlo; pero no te es posible.

Pero, ¿ves lo que me está pasando? Esto ya no es carta ni es nada, estoy hablando a lo tonto como si te tuviera enfrente... Voy a suspender un poco, quiero salir un rato, voy a dar una vuelta a la calle, dentro de un momento en cuanto vuelva continuaré escribiéndote.

Buscando una solución, he vuelto con la esperanza de que la he encontrado. Habíamos quedado que nos veríamos el sábado por la tarde; pues bien, he pensado que si en lugar del sábado por la tarde nos vemos el viernes por la mañana, y si tú estás de acuerdo podemos aprovechar ese tiempo para ir al juzgado a casarnos, nadie se enterará. Tú volverás a tu casa como si nada pero ya con tu boleta de matrimonio. Y después todo será inmensamente más sencillo; podremos esperar hasta que tú consigas otra licencia y entonces aprovecharemos para casarnos por la Iglesia en la misma forma. Entonces ya nadie podrá nada contra nosotros.

Es bastante sencillo. No se necesita nada absolutamente. No se necesita nada, absolutamente nada; sino que tú lo desees te resuelvas. Así al menos lo creo yo.

VIII

Señorita Beatriz Ponzanelli:

He estado con muchísima pena de que te hayas quemado; más me apura todavía pensar que acaso fue una quemadura bastante fuerte. No ha habido quién pueda informarme cómo sigues; ojalá y ahora ya estés mejorada. Cuídate y cúrate bien.

No sé si habrás recogido ya mi última, te la escribí...

Pero este pedacito de carta no lo cuentes, porque mientras estaba escribiendo me llamaste por teléfono. Oh, cómo cambia el mundo. Mis inacabables cavilaciones se cambian casi en absoluto. De la tristeza paso casi te diría que a la alegría, sino fuera porque lejos de ti no es posible tanto. Ya, para mí, no hay alegría fuera de ti.

Y te voy a decir: los que andan conmigo no se dan cuenta. Nunca he sido tan explosivo, tan comunicativo, tan parlanchín con todo el mundo. Los que conocen nuestro asunto han de pensar que estoy demasiado alegre y que me es fácil prescindir de ti, pero ellos sólo ven la superficie; no creo que comprendan que mi alegría es trágica, nerviosa; que me río y les hablo y les digo hartos chistes nada más porque deseo huir de mí mismo; porque tu ausencia es para mí un vacío doloroso que no me atrevo a ver de frente.

"Podemos aprovechar ese tiempo para ir al juzgado a casarnos… podremos esperar hasta que tú consigas otra licencia y entonces aprovecharemos para casarnos por la Iglesia. Entonces ya nadie podrá nada contra nosotros".

La prueba es que, contra mi modo natural de ser, he dado con no poder soportar la soledad. Necesito de continuo andar y estar platicando con alguien.

Lo malo es que no siempre es esto posible. Forzosamente tengo que encontrarme, de tiempo en tiempo, con algunos ratos en que no puedo estar con nadie, y entonces pago mi tributo a la verdad. Tengo que verme y darme cuenta de que sufro.

La semana pasada ha sido una de las más tristes. No sólo no te vi toda ella, sino que, además, apenas si me escribiste, y apenas también si me hablaste por teléfono.

No vayas a creer que soy tan incomprensivo que te echo la culpa. Dejaste de escribirme y de hablarme porque te quemaste; pero yo no lo supe sino hasta que fui a ver a Paz el miércoles.

Me dio pena saberlo; hubiera querido ir a verte.

Ahora ya me alegro de saber que ya estás casi bien. Además de que me hablaras por teléfono, estoy muy cambiado, sobre todo con la ilusión que me da saber que voy a verte esta semana. Lo que es la costumbre, me acuerdo de antes cuando me desesperaba tener que esperar de un día para otro; ahora ya ves, saber el lunes que voy a verte el sábado me llena de ilusión.

Recibe mi cariño grande, grande, y fuerte, y profundo, que no ha de agotarse nunca.

Efrén

[caption id="attachment_1068397" align="alignnone" width="696"] Beatriz Ponzanelli con Efrén Hernández y su hijo Martín.[/caption]

IX

México, octubre 30 de 1937

Señorita Beatriz Ponzanelli

Yeya de mi vida:

Ahora, Yeya, en que a pesar de todo ya va acercándose la hora en que, por fin, como tantas veces lo soñamos, no tengamos que pagar con el dolor de una despedida cada alegría de vernos; ahora, Yeya, no sé qué es lo que tengo. Podría llamarse embriaguez; pero no, la embriaguez no quita el habla; y yo, Yeya, ni hoy en la tarde que estuvimos juntos, ni ahora que te estoy escribiendo, puedo hablar.

¿Recuerdas que hasta tú propia dijiste que me sentías distante?

Pero no era distanciamiento. Es que esta espera; estos interminables días y noches de no verte, son demasiado ejercicio de la imaginación.

Entre el temor y la esperanza, yendo desde la más gloriosa ilusión hasta un miedo inexplicable y terrible de que llegue a deshacerse nuestro sueño, crecen, como rápidas plantas, todo género de pensamientos que no puedo explicarme adónde van cuando te veo.

No sé decirte nada; sino que me parece como que eres una imaginación, una de las tantas figuras que hago con mi imaginación, que puedes, pues, desvanecerte como una imagen de mi fantasía.

Ciertamente te veo y te toco; ¿pero es que acaso, cuando pienso en ti, no te veo y toco también, como si te tuviera de verdad cerca de mí?

No creas que estoy exagerando, si repasaras mis cartas en alguna de ellas verías que te he escrito que a veces me sorprendo hablándote, como si efectivamente pudieras oírme.

Ahora que ya firmaste los papeles del juzgado, también los papeles han cambiado. Haz cuenta que para mí se han vuelto como de humo, cada momento llevo la mano a la bolsa temeroso de si no se habrán ido, de si aún los traeré aquí. Y luego no seguro abro el sobre y los veo uno por uno, y me fijo en si firmaste bien, en los lugares debidos y el número de veces señalado, y finalmente los guardo y los tiento que ya estén dentro, que estén bien metidos, que no hayan entrado mal y se me vayan a salir.

Verdaderamente, Yeya, ahora me doy cuenta lo inmensamente que te quiero. Pero a mí, Yeya de mi corazón, la vida me ha tratado con dureza; no estoy acostumbrado a la felicidad; me cuesta trabajo creer que tengo algo mío y que me pertenece, y que no se me irá de entre las manos, un tal tesoro como eres tú para mí.

Tus ojitos, tus manos, tus sentimientos, tu delicado amor incomparable, sin sombras, son míos. Mira, Yeya, que no lo puedo creer, que me da miedo que vayan a sonar las doce de los cuentos, y se desvanezca el hada, y el palacio vuelva a ser sólo una piedrecita, y el coche de la reina una jícara de calabaza, y los caballos dos miserables ratoncillos, y tú un poquito de lucero iluminado que se deshace ya entre mis pobres manos.

Efrén

"Amadísima esposa: Me encuentro consternado desde el miércoles. Realmente fue extraordinaria nuestra mala suerte. Todavía no lo puedo creer".

X

México, 25 de noviembre de 1937

Señorita doña Beatriz Ponzanelli de Hernández

Amadísima esposa:

Me encuentro verdaderamente consternado desde el miércoles. Realmente fue extraordinaria nuestra mala suerte. Todavía no lo puedo creer.

A medio día me llegó la noticia de lo que había sucedido en tu casa; pero yo estaba tan ilusionado, que con miles de ideas me enredé y llegué a pensar que, a pesar de todo, tú acudirías, como habíamos convenido. Ahí estuve enfrente de tu casa, desde las cuatro de la mañana hasta las seis y cuarto. No me quise venir antes porque tenía mucho pendiente de que si tú salías no encontrarías qué hacer a tales horas en la calle. Ya con luz de día, y con gente en la calle, vencido por el sueño y la desilusión, me volví a mi casa. Pensaba que si a esa hora te salías ya no te daría miedo ni corrías ningún riesgo.

No pude dormir en toda la noche. Y durante todo el día no perdí la idea de que te me podrías haber presentado de un momento a otro. Todavía ahorita, se me figura que vas a hablarme por teléfono. Ahora vivo en el lugar que tenía destinado para los dos. No me es posible ver tu vestidito blanco, no puedo soportar todo lo que pienso y siento cuando lo veo. No salgo de la oficina ni un solo momento en espera de tu llamada. Voy a Bucareli, con la idea de que tal vez ahí habrá alguna carta o algún recadito tuyo. Hasta cuando voy allá, a donde vivo ahora, es decir a nuestra casa, se me figura que estás esperándome.

Esto es lo que debería ser. Si no hubiera personas que gozan en el sufrimiento de los demás y que se entristecen cuando se imaginan que alguien va a ser feliz.

No me quejo sin embargo de nadie. Pero es seguro que si todos se hubieran portado como decían hace seis meses, todo sería ahora muy distinto.

Nada más me sostiene la seguridad que tengo de que todavía ahora, y tal vez más que nunca, cuento completamente con tu cariño.

Yo ya me hice la costumbre de considerarte como lo que eres ya mío, como mi esposa. De no estar acostumbrado a contenerme en mis impulsos, ya habría ido a tu casa a reclamarte. No tienen ningún derecho a tenerte presa contra tu voluntad. Contamos con la ley. Si es preciso puede pedirse un juez y dos gendarmes. Pero no quiero hacer nada hasta no hablar contigo. Algún día tiene que ser.

Tengo pocas esperanzas de lograr que ésta llegue a tus manos. Te escribo a pesar de todo, porque mi alma necesita hablar.

También he escrito una carta para tu papá diciéndole que si no te deja en libertad pediré el amparo de la ley. Pero no se la voy a mandar hasta que tú me autorices, o hasta cuando haya perdido toda esperanza de comunicarme contigo.

También estoy muy inquieto por tu situación, no sé cómo estarás. Seguramente te ha de pasar lo que a mí, que estás muy triste. Quisiera que no te entristezcas. Puedes estar segura que mientras me quieras, ni con veinte veces más dinero del que puede gastar tu papá puede conseguir nuestra separación.

Adiós, querida esposa mía. Si ésta llega a tus manos, y puedes escribirme, mándame aunque no sea sino un recadito, y firma con tu nombre completo: Beatriz Ponzanelli de Hernández. De hoy en delante así debes firmar, tienes derecho. A quien quiera que le escribas, escríbele firmando así. Y si puedes enviarme una carta, ponme llamándome de esposo.

Tuyo eternamente,

Efrén

SALVADOR NOVO: UNA CARTA DE DESPEDIDA

Querido amigo:

No me gusta esto de que las cartas resulten necrológicas, como acaban por serlo cuando acaece durante su redacción el fallecimiento de algún amigo, conocido o persona importante, y yo evoco su figura o recuerdo nuestra amistad.

Ahora es a Efrén Hernández a quien recuerdo, condolido por la noticia de su muerte. Y los años, ya tan lejanos, en que lo conocí, sin suponer nunca, dada su figurita menuda y tímida de niño asombrado, que tuviéramos la misma edad.

El estudiante de Leyes en 1928 —en un grupo en que estaban seguramente muchos jóvenes que acababan de ser alumnos míos en la Preparatoria: Octavio Novaro, el excelente poeta, y Alfonso García González. Yo trabajaba en Educación, departamento editorial, y Xavier [Villaurrutia] y yo andábamos con la ilusión y el ajetreo del Teatro de Ulises y de la revista. Los muchachos de Leyes, inclinados a la literatura, hicieron un concurso de cuentos con el premio virtual de imprimir el premiado por su cuenta, y me designaron jurado, y me llevaron los trabajos recibidos.

Uno me llamó poderosamente la atención: “Tachas”, se llamaba, y estaba escrito con tan graciosa ternura, que no vacilé en premiarlo, me interesé en conocer a su autor, y me brindé a imprimirlo en una bonita plaquette para la cual, a solicitud de los muchachos, y con mucho gusto, escribí unas líneas de presentación.

Efrén Hernández era un estudiante pobre y humilde, cegatón, con aire de profesor distraído. Remendaba sus anteojos con cinta de aislar, y emitía una vocecita delgada e interrogativa. Me simpatizó mucho y le hice un lugarcito en la oficina. El doctor Puig nunca me negó ningún nombramiento que yo le pidiera para alguien, y Efrén empezó a trabajar a mi lado en la corrección de pruebas y en menesteres editoriales. Pero sin que su inhibición connatural, contrastada siempre por mi actividad ebullente, permitiera una mayor afinidad. Tampoco fue muy amigo de Xavier, que trabajaba en la misma oficina, y con quien solía conversar apagadamente.

Luego yo me fui a Relaciones, y Efrén se quedó en Educación. Empezaron a ascender a puestos burocráticos importantes los que habían sido sus compañeros en Leyes, y él siguió por ahí en empleos humildes, mientras acendraba su delicada poesía y su prosa purísima, escribía cuentos —"El Señor de Palo"— y poemas. Creo que fue durante el ministerio del licenciado Véjar Vázquez, cuando estuvo Miguel N. Lira al frente del departamento editorial, cuando Efrén y Marco Antonio Millán empezaron a publicar una gorda revista antológica, América. Yo sabía ocasionalmente de él, muy de lejos, y no le veía nunca. Tiene razón Salazar Mallén, en el artículo que hoy le dedica en El Universal, al subrayar que Efrén discrepa fundamentalmente de los gángsters de la literatura que escogieron caminos más lucrativos y escandalosos.

Andrés Henestrosa lo llevó consigo a Bellas Artes, al departamento de Literatura. Ahí lo saludé dos veces, detrás de un modesto escritorio: cuando fui a verles para lo de mi recital del viernes poético, y cuando los tres fuimos jurados del concurso poético del Departamento del Distrito. El viernes consagrado a mí, él me presentó al público, con muy amables palabras, y se sentó a escuchar mis poemas al lado de Henestrosa. No me siento culpable de nuestro, no distanciamiento, que no lo hubo nunca, sino alejamiento, que no amenguaba nuestra mutua estimación, pero que se debía al complejo de inferioridad que él parecía padecer frente a casi todo el mundo. Descanse en paz.

2 de febrero de 1958.

Fuente: Colección Familia Hernández Ponzanelli