El capitán de navío Víctor Hugo Molina Pérez, comandante del Buque Escuela Cuauhtémoc, aseguró que quienes causan alta en el barco insignia de la Marina se transforman, pues el navío no sólo forja marineros, sino también personas.
Durante un viaje entre Oaxaca y Acapulco en marzo de este año, previo al viaje número 45 del navío, el comandante aseguró a La Razón que navegar en el Cuauhtémoc “te hace superarte a ti mismo. Desde que los cadetes llegan y se embarcan aquí, empiezan a adquirir los conocimientos de la navegación a vela, como se navegaba a la vieja usanza”.
El navío de cuatro décadas de surcar los mares de México y el mundo es mucho más que una embarcación: es una escuela flotante, una extensión de la Heroica Escuela Naval Militar, y un embajador de México en altamar.

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El Cuauhtémoc navegó por primera vez en 1982. Tiene casi 95 metros de largo y 12 metros de ancho y el mástil principal de la embarcación tiene una altura de 49 metros. Llegó el 13 de mayo a Nueva York y estaba programado para visitar 22 puertos en 15 naciones durante 254 días, 170 de ellos en la mar.
Según Molina Pérez, la tripulación y los cadetes que navegan en el ARM (Armada de México) Cuauhtémoc “representamos no sólo a la institución, sino también al país. Llevamos un mensaje de paz y buena voluntad”.
Los cadetes que se embarcaron reciben instrucción en navegación astronómica y electrónica, cinemática, control de averías y contra incendios, meteorología, además de responsabilidades de un oficial de guardia en el puente de mando.
La vida en altamar se equilibra entre la disciplina y los pequeños placeres. En los ratos libres hay partidos de turco-cesto, una versión del basquetbol, sesiones de cine y convivencia que transforman la distancia de casa en cercanía humana.
En cubierta, bajo un sol que castiga con fuerza, la vida se mueve como una maquinaria precisa.
Diez marineros —cinco hombres y cinco mujeres— trepan por los mástiles como si fueran parte del velamen, y alistan las velas para entrar o salir de los puertos. Desde lo alto, las velas se abren a medio despliegue y las banderas ondean con orgullo.
Mientras que en las entrañas del ARM Cuauhtémoc el tercer maestre Edgar Iván Reyes, prepara cerca de 810 comidas diarias. Dice que la comida “es un momento único del día. Hay que ponerle cariño”. Y lo hace. Lo mismo sucede en la panadería, donde el maestre Oscar Ibarra Salmerón hornea conchas, chocolatines y hasta flanes napolitanos para endulzar la rutina del océano.
Y cuando el pelo crece con el viento, ahí está la tercer maestre Margarita Parra, tijera en mano, cortando al ras y dejando peinados listos para otra jornada.
Este barco, que carga en sus bodegas agua y comida para ocho meses de viaje, también lleva historias. Cada vela izada, cada guardia nocturna, cada comida caliente es parte de un engranaje invisible que mantiene vivo al Cuauhtémoc. Porque si algo se aprende a bordo es que navegar no sólo es cuestión de mapas y estrellas, sino de voluntad, compañerismo y orgullo.

