Los seres humanos somos capaces de realizar esfuerzos extraordinarios para lograr las proezas más admirables. Para subir el Everest hay que invertir miles de horas para adquirir la condición física, las técnicas y los conocimientos sin los cuales es imposible para un humano normal lograr esa hazaña. El alpinista que alcanza su objetivo y llega a la cima puede decir que todo su esfuerzo “valió la pena”. En general, afirmamos que, si uno trabaja para lograr un objetivo y lo alcanza, el esfuerzo invertido tuvo valor. Pero ¿qué hace valioso al esfuerzo? ¿El que el objetivo alcanzado sea valioso y, por lo mismo, que el valor del objetivo se transfiera al esfuerzo? ¿O que el esfuerzo haya sido valioso en sí mismo, independientemente del valor del logro? En el primer caso diríamos que el esfuerzo tiene un valor instrumental y, en el segundo, un valor intrínseco.
Supongamos que el alpinista de nuestro ejemplo, por más que se haya afanado (al grado de que nadie podría reprocharle que pudo haberse esforzado más), fracasa en su intento. ¿Qué decir, entonces, del esfuerzo invertido? Desde un punto de vista, el valor del esfuerzo se mide de manera instrumental: si no se logró la meta, entonces el esfuerzo carece de valor. Desde otro punto de vista, el fracaso en el objetivo no le resta valor al esfuerzo. El alpinista podrá seguir siendo respetado e incluso admirado a pesar de no haber alcanzado la meta propuesta. En este caso, el valor del empeño se mide de manera intrínseca: el esfuerzo vale por sí mismo y dignifica a quien lo realizó, sin tomar en cuenta el resultado final.
En algunas escuelas dan medallas a los estudiantes que obtienen las mejores calificaciones. A veces, esos estudiantes tuvieron que hacer un esfuerzo muy grande para obtener esas notas. La medalla que reciben, por lo mismo, no sólo premia el resultado, sino el trabajo. Sin embargo, hay algunos estudiantes privilegiados que sacan las mejores calificaciones sin realizar esfuerzo alguno. Por ejemplo, hay niños genios en matemáticas que no tienen que escuchar la explicación del maestro: sacan diez sin esfuerzo, como si se tratara de respirar. La medalla que reciben este tipo de alumnos privilegiados premia sólo el resultado, no el trabajo, porque no hubo esfuerzo alguno. Surge entonces la pregunta de si es justo que reciban la misma medalla que aquellos que tuvieron que esforzarse por lograr el mismo resultado. Quienes piensan que habría que darles una medalla adicional por el esfuerzo, asumen que el esfuerzo tiene un valor intrínseco y no sólo instrumental.

Magnicharters, de pena
Hay escuelas en donde se da una medalla al esfuerzo per se. Si un niño se esforzó y sacó un 8 en vez de un 6, se le premia por ello. No se le da el mismo tipo de medalla que a los que obtuvieron 10, se les da una distinta. Lo que se busca es que el niño se sienta orgulloso del trabajo realizado. Este premio adopta una concepción del valor intrínseco del esfuerzo. Algo que siempre me ha resultado inquietante es que para quienes adoptan una concepción puramente instrumental del esfuerzo, la medalla escolar por el esfuerzo puede resultar humillante, lo que se conoce como un premio de consolación.
Cuando estudié en Oxford en los años ochenta me enteré del concepto de la “effortless superiority” (superioridad sin esfuerzo). Lo que para algunos estudiantes chocantes de aquella universidad resultaba más admirable era obtener las mejores notas sin despeinarse. El esfuerzo no sólo no se valoraba, sino que incluso resultaba despreciable. Había que faltar a clases, pasar el día platicando con los amigos e ir todas las noches a fiestas que acabaran tardísimo para que fuera evidente que uno no había dedicado ni una hora al estudio. Todo esto se hacía para que cuando se colocara la lista de las calificaciones, uno quedara hasta arriba sin haberse afanado. Las malas lenguas contaban que algunos de los que presumían no esforzarse para sacar las mejores notas se escondían para estudiar como cualquier otro. Pasaban la noche en vela estudiando en su cuarto, iluminados por una discreta lamparita para no correr el riesgo de ser descubiertos. Muy pocos se libraban de esa cruel pero merecida sospecha.

