EL ESPEJO

Declarar la guerra comercial con una división de Excel

Leonardo Núñez González. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Leonardo Núñez González. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: La Razón de México

La escena que definió el inicio de una nueva era de confrontación económica global pareció sacada de un reality show.

Donald Trump anunció al mundo el comienzo de una guerra comercial contra casi todos los países en un acto tan teatral como inquietante, donde al final mostró una serie de cartulinas con cifras.

Ahí estaban los aranceles que Estados Unidos impondría a cada país, en una exhibición propia de quien busca un golpe de efecto más que una medida racional.

De inmediato una pregunta saltó a la mente de analistas e inversionistas de todo el planeta: ¿de dónde sacó Trump esos porcentajes? La administración estadounidense se apresuró a afirmar que representaban un complejo cálculo de tarifas y barreras comerciales de cada nación contra Estados Unidos. Pero al examinar de cerca esta supuesta metodología, la verdad fue mucho más simple y mucho menos precisa: una división básica. La fórmula, anunciada con letras griegas para dar una impresión falsa de rigor, se reduce al déficit comercial dividido entre las importaciones provenientes de cada país. Esa simple fracción, luego dividida a la mitad para supuestamente mostrar “generosidad”, resultó en números extravagantes, casi absurdos: desde tasas improbables del 99%, hasta aranceles aplicados a islas habitadas únicamente por pingüinos y focas.

En realidad, el déficit comercial no es producto directo de aranceles impuestos por otros países, ni refleja prácticas injustas. Simplemente indica que Estados Unidos compra más bienes y servicios a un país determinado de los que logra venderle. Es decir, es más resultado de la estructura productiva, preferencias de consumo y competitividad que de cualquier “trampa comercial” imaginaria.

Este método es tan básico que puede replicarse en Excel en menos de un minuto, y tan arbitrario que su conexión con la realidad económica es prácticamente nula. ¿El motivo de esta simpleza y arbitrariedad? Porque el objetivo real nunca fue económico, sino político. Trump no busca equilibrio comercial, sino alterar radicalmente las reglas de la cooperación internacional que rigen desde la Segunda Guerra Mundial. Quiere sacudir las instituciones multilaterales para debilitar mecanismos que hoy permiten críticas externas o mecanismos de cooperación para torcer mejor el brazo de cada país por separado.

Al detonar esta guerra comercial generalizada, Trump alimenta la narrativa preferida del populismo contemporáneo: el enemigo externo. El extranjero codicioso, el país abusivo, el otro malvado que justifica la dureza, el aislamiento y la mano firme hacia dentro. Al construir este enemigo internacional, Trump busca inmunizarse ante la crítica interna e internacional, y tener un mecanismo de presión doméstica que fortalezca su discurso.

Paradójicamente, los primeros y principales afectados serán los propios estadounidenses. Toda guerra comercial es también un impuesto disfrazado a los consumidores: las empresas trasladarán inevitablemente el costo extra de los aranceles al bolsillo de sus clientes, causando un alza generalizada de precios, inflación y menos crecimiento económico.

Estamos ante un giro drástico y peligroso: Trump se aleja explícitamente de las reglas que construyeron estabilidad y crecimiento global por más de siete décadas. La apuesta política del presidente estadounidense es clara, pero sus consecuencias exactas apenas comienzan a vislumbrarse. Dado que estas medidas no provienen de análisis profundos ni reflexivos, sino de cálculos tan básicos como precipitados, sólo en los próximos meses veremos con claridad la verdadera magnitud del daño y los alcances de esta apuesta populista.

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